SOLOMON

Mi madre me enseñó a leer y a escribir.

Sobre la mesa camilla del salón, en la cocina, entre pucheros…

Dice que yo se lo pedí.

Que leía en voz alta los títulos de los dibujos de la tele.

Preguntaba todo el tiempo “¿ahí que pone?”

Y pasaba horas dibujando las letras que veía en los cuentos.

Por eso, cuando empecé a ir al cole ya con seis años, mi fluidez de lectura y escritura asombró a los profesores.

Venían unos y otros para ver mis habilidades como si fuese un mono de feria.

No entendía nada.

Para mí era algo natural, pero empecé a sentir que era extraño.

Que los niños de mi edad no hacían lo mismo.

Llamaba la atención.

Y yo no quería llamar la atención.

Acababa de llegar a un lugar nuevo.

Sola, sin mi manada, por primera vez.

A un profesor se le ocurrió exhibirme en el salón de actos delante de todos.

Supongo que con buena intención.

Pero yo me sentí tan pequeña, en un lugar tan ajeno…

Observada por desconocidos.

¿Por qué?

No quiero estar aquí.

Sólo quiero pasar desapercibida, encajar.

Miedo, vergüenza… muchísima vergüenza.

Tanta que no leí.

Enmudecí.

La cara encendida.

Y todos insistiendo, incluso aplaudiendo.

Me negué.

Sentí la decepción de los demás.

Como si al mono de feria se le hubiesen gastado las pilas.

Rechazo.

Y una soledad terrible imposible de gestionar.

Saber algo, tener una habilidad, resaltar por cualquier motivo te convertía en un bicho raro.

Te aislaba.

Incluso a veces, era motivo de castigo.

Me comí más de una reprimenda por ser la primera en responder a las preguntas de clase.

La empollona.

La marisabidilla.

La sabelotodo.

De los 7 a los 13 años había ganado todos los concursos literarios a los que me presenté.

La pared del salón era un puzle de diplomas.

Pero cada vez que recogía uno nuevo enseguida me bajaba de mi alegría.

Porque los demás no reían conmigo.

Para mis padres se convirtió en algo normal.

Algunos, parecían molestarse.

“¿Otro?… a ver si no vas a dejar que los demás niños ganen…”

Así que todos los que teníamos una habilidad visible fuimos replegando las alitas para no fomentar la envidia y el rechazo azuzado por los adultos.

El síndrome Solomon.

No atreverse a brillar por miedo a verse excluido.

Apagar la luz propia para no deslumbrar.

Porque necesitamos ser queridos y aceptados.

Formar parte del grupo.

Porque fuera de la manada, el animal no sobrevive.

El rechazo es una muerte anunciada para el subconsciente.

A veces yo misma me saboteo, le resto importancia a mis méritos o mi esfuerzo.

“No, es que he tenido mucha suerte…”

Otras me quedo dos tonos por debajo de mi capacidad.

Incluso me he llegado a sentir culpable por sacar buena nota, porque las cosas me salieran bien…

“Bueno… no es para tanto… no tiene importancia, cualquiera puede hacerlo”

En un país que ensalza la mediocridad.

En el que los ineptos nos gobiernan.

Los incapaces hacen gracia.

Y decir estupideces te vuelve viral.

Los verdaderos talentos andan por ahí ocultándose.

Agachando los hombros para no parecer demasiado altos.

Regulando la intensidad de su luz a los ojos de los demás.

Y así nos va.

Aunque…

También yo estuve al otro lado.

El gusano de la envidia solía pasearse por mis tripas.

Pero un día cogí al gusano y le hablé cara a cara.

¿Qué haces aquí?

Estoy aquí porque esa persona a la que envidias está haciendo algo que no te atreves a hacer.

¡Ostras!

Yo misma he plegado mis alas y me jode que otros las extiendan.

La pataleta infantil del si yo no puedo, tú tampoco.

Pero mira qué alas tan hermosas tiene.

Qué vuelo tan apasionante.

A mí nunca se me habría ocurrido hacer ese giro.

¿A ver?

Voy a intentarlo.

Si ella puede, yo también.

¡Ooooohh!¡qué placer extender mis plumas!

Deslizarme por el aire.

Hacer piruetas.

Dejarme caer en espiral y remontar a un palmo del suelo.

¡¡Que amplio es el horizonte!!

Y ¡¡mira aquella como planea!!

Y ¡¡ mira aquel que lejos está volando!!

¡¡¡Yujuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!!!

Y cuando me dí cuenta, el gusano de la envidia se había convertido en la mariposa de la inspiración.

El éxito de los demás se transformó en ejemplo y motor para mis propios vuelos.

Y cuanto más les aplaudía más orgullosa empecé a sentirme de mis dones.

Pues todos somos miembros de la misma tribu.

Tus logros benefician a toda la humanidad.

Así que, ahora, alimento con mucho amor mis alas cada día.

Las cepillo.

Y las honro sin pudor.

Decido irradiar lo que soy.

Mostrarme.

Desarrollar mis habilidades y compartirlas.

Aunque me rechacen.

Que los demás elijan libremente si quieren criar mariposas o gusanos.

Si mi vuelo les inspira, les repatea o les resulta indiferente.

Cada uno es dueño de sus tripas.

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