LA MAGIA DE MIYAJIMA

En la Isla de Miyajima hay un gran tori inmenso para que no entren los malos espíritus.

Se puede ver desde que te aproximas en el ferry que parte de la ciudad de Hiroshima.

Los tori, son esas grandes puertas (que en muchos casos son rojas) y que están a la entrada de todos los santuarios shintoístas.

Marcan la frontera entre el mundo espiritual y el mundo profano.

Y así sentí yo a la Isla de Miyajima.

Como un lugar sagrado y protegido que empezaba a marcar la diferencia entre el viaje turístico y el viaje espiritual.

“La isla donde conviven los dioses y los hombres.”

Preparando la ruta había leído mucho sobre la magia de la isla, especialmente cuando se va el último ferry y se vacía de turistas.

Por eso, aunque el alojamiento es un poco caro, decidí quedarme, sería uno de mis lujos.

Y después de 12 días en albergues mochileros, estaba segura de que lo iba a disfrutar.

Pero no imaginaba que tanto…

En Miyajima la marea sube y baja considerablemente.

Por eso durante una parte del día el tori y la zona del santuario se quedan secas.

Y durante la tarde-noche, se llenan de agua.

Ese es uno de los principales atractivos, simplemente sentarse a ver el atardecer y contemplar como va subiendo la marea.

Es un poblado pequeño y hay ciervos sueltos correteando por todas partes, presionando a los turistas para que les den de comer; impregnado el aire de un espeso olor a cabra que se mezcla con el salitre del mar.

Durante el día: turismo masivo.

Por la noche, un sueño.

No había absolutamente nadie.

La marea suave acariciaba los pilares de madera del santuario con un sonido constante.

Todo el borde de la isla estaba serpenteado de pequeñas lucecitas que te iban guiando, invitándote a descubrir zonas nuevas.

El tori iluminado a lo lejos… solo, tranquilo… el protagonista de tantas fotos durante el dia, parecía al fin, respirar en paz.

Creo que es el lugar más romántico donde he estado nunca…

Aunque la verdadera magia llegó a las once.

Cuando todo el alumbrado de la isla, se apagó.

Era 8 de agosto.

Luna llena.

La oscuridad me motivó aún más para seguir descubriendo rincones.

Todas las siluetas de los pequeños edificios se recortaban en un contraluz sobre el cielo iluminado.

Un escenario tan distinto a los que suelo ver…

Acompañada únicamente por el sonido de los cuervos y las ranas.

¿Estoy soñando?

¿Me habré muerto y es este otro mundo?

¿Puede existir un momento más precioso?

A la mañana siguiente me despertarom ruidos de tambores.

Desde la ventana de mi hostal ví navegando unas barcas tradicionales con guirnaldas.

Parecía que el sonido venía de allí.

Estoy de suerte, un festival shintoísta en el que las barcas se acercaban al santuario entonando cánticos; desembarcaban, asistían a una ceremonia y una comilona y después marchaban de la misma manera antes de que la marea bajara.

Un precioso espectáculo.

Pero para mí el espectáculo más interesante fue subir al monte Misen.

Por las increibles vistas.

Y porque me colé a hurtadillas en una ceremonia shintoísta; ellos no me veían, pero yo me empapé bien de la vibración de sus tambores y cuencos en una meditación maravillosa.

Primero en el santuario de montaña en Nikko y ahora en Misen…

Empecé a sentir que eran las montañas de Japón las que me habían estado llamando todo este tiempo.

Eran ellas las que iban a tener muchas cosas que contarme…

Me despedí de la Isla de Miyajima con un platito de ostras y la sensación de que la vida es extremadamente generosa conmigo.

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