FANTASÍAS ANIMADAS DE AYER Y HOY
Los viajes son como la vida, hay días en los que todo fluye con una sincronía en la que tú misma alucinas de lo bien que encaja todo.
Y días espesos, complicados donde la realidad se convierte en una masa pegajosa de la que no sabes cómo salir.
Esto ya lo sabía.
He viajado sola muchas veces.
Lo tengo más que asumido.
Y lo mejor es aceptar también estos momentos y disfrutarlos.
Porque normalmente los días espesos traen también los instantes más divertidos.
Es necesario poder reirse de una misma.
No conozco mejor antídoto para mantener a raya el orgullo.
La otra mañana me dirigía a la estación de mi barrio de Tokyo cruzando un santuario shintoísta que hay al lado del hostel.
Los días anteriores había conseguido ubicarme sin perderme y ya era capaz de enlazar metros, trenes y buses como si estuviera en una ginkana.
Caminaba más ancha que larga, orgullosa de mí misma y con una felicidad propia de un anuncio de compresas… ahí estaba yo, sintiéndome una superwoman-todo-poderosa-porque-yo-lo-valgo capaz de comerse el mundo.
Y de repente…
¡¡Plaff!!
Guarrazo de boca contra el suelo frente al santuario shintoísta.
Si es que la vida nos pone en nuestro sitio, rápidamente…
De hecho, viajar a lugares tan diferentes, especialmente cuando vas sola, te expone a situaciones de ridículo constante.
Sobretodo las mujeres occidentales. Creo que somos casi extraterrestres para los japo.
El día que viajaba a Kanazawa tomé un shinkasen, que es una pasada de tren de alta velocidad.
Los japoneses sólo hacen tres cosas en los trenes por este orden: dormir, mirar el móvil o comer.
Es muy habitual comprar un bento (bandejita de comida fresca de alta calidad) en la estación y comérselo en el tren.
Así que aprovechando que no había desayunado me compré mi bento de sushi y un cafelito.
De camino al asiento del shinkasen: yo, mi mochila grande, la mochilita pequeña, la riñonera, el bento, el cafelito caliente en vaso para llevar…. vamos, que si me ven los del circo del sol me contratan para el próximo número de malabares.
Llego a mi sitio… me toca en el asiento del medio de una fila de tres.
A mi derecha el japo de la ventanilla, durmiendo.
A la izquierda el japo del pasillo, con el móvil.
Y yo en medio.
Los dos parecen señores de negocios muy trajeados.
El japo de la ventanilla es el único en el vagón que tenía corridas las cortinas.
También es mala suerte, jolín… probablemente sea la única vez en mi vida que atraviese los alpes japoneses a trescientos y pico kilómetros por hora y ¡ me lo voy a perder!
Venga, no pasa nada. Vamos a comer.
Bajo la bandejita del asiento.
Y me dispongo a abrir mi bento.
Pongo en ello toda mi atención como si fuera la ceremonia del té ya que estos dos señores tan elegantes están muy cerca y además el de la izquierda me mira por el rabillo del ojo como si fuese de otra especie.
Venga, ánimo, que he sido titiritera, puedo hacer esto con palillos sin ningún problema.
Aunque desempaquetando el bento me siento como en un sketch de Mr Bean.
Llega el momento de abrir el sobrecito de la salsa de soja… a ver… a la primera no se abre… a la segunda…a la tercera… a ver esto como va… pruebo con los dientes… no se abre…. le doy vueltas a ver si encuentro una ranurilla…
En la bolsa de los palillos de comer veo un palillo de limpiarse los dientes… ¡ah! ¡qué buena idea! se lo clavo al sobrecillo con mucho cuidadito y…. ¡¡¡zas!!!
Chorro de salsa de soja volando por los aires.
El tiempo pasa a cámara lenta como en una peli de artes marciales.
Cara de horror del japo de la izquierda que ve peligrar su precioso e impoluto pantalón gris.
Momento de paro cardíaco para mí.
La bandeja del asiento llena de salsa de soja.
Afortunada y milagrosamente ni una de esas gotas cae en el pantalón gris e impoluto del japo.
Respiro por fin.
Bendigo a todos los budas del budismo y a todas las deidades shintoístas mientras limpio la bandeja con un kleenex.
Bfff… no sé qué habría hecho yo si le mancho el pantalón…. ¿el hara-kiri?
A veces me aprovecho de ser guiri para saltarme las normas.
Varias estaciones después veo que se queda libre un asiento de ventanilla.
Estoy segura de que los japo no se cambian de asiento porque están reservados.
Pero qué leches, quiero ver los alpes japoneses a trescientos y pico kilómetros por hora.
Me cambio.
Todos me miran raro.
Al cabo de un rato llega un revisor.
Algo no le cuadra.
Me pide el billete.
Se lo doy.
Nada le cuadra.
Puedo oir cómo le estallan varias neuronas al mismo tiempo.
Se lo explico en inglés.
Pone cara de desesperación.
Sonrío.
Me da por imposible.
Ok, ok, ok…
Se va y yo disfruto del apasionante espectáculo de montañas redonditas repletas de pinos, que son cruzadas de vez en cuando por ríos serpenteantes y cascadas.
Todo, hasta los pinos parecen seguir un patrón ordenado y preciso.
Parecen pintados en lienzo.
¡No me lo podía perder!
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