BUDISMO
En el siglo V, procedente de China, el budismo se coló en Japón.
Y rápidamente, se fusionó con el shintoísmo.
Principalmente porque el shintoísmo se encarga de celebrar la vida.
Y el budismo de prepararse para la muerte.
Tal es la fusión que a veces cuesta saber si estás en un santuario shintoísta o en un templo budista.
Suelen ser una mezcla de ambos.
Las principales ramas del budismo en Japón son Tendai y Shingon. Aunque también hay templos Zen.
Kukai (Kobo Daishi) pidió permiso al emperador para que le permitiese fundar el centro del budismo Shingon en el monte Koya.
Un lugar privilegiado en el corazón de la península de Kii.
Actualmente el monte Koya (o Koyasan) es uno de los más importantes enclaves budistas que ofrecen la posibilidad de alojarte en sus templos y convivir con sus costumbres.
Siendo profe de meditación tenía especial interés en esa experiencia.
No profeso ningún dogma, pero me parecía interesante retirarme unos días por esos lares.
Escogí especialmente los días del Obon, una de las festividades más importantes para los japo: cuando los espíritus de sus familiares muertos regresan a la tierra.
En esos días se hacen rituales por todo el país.
En Koyasan se haría una ceremonia especial en el cementerio donde está enterrado Kobo Daishi ( un lugar espectacular de 2 kilómetros de longitud).
Alojarse en un templo, asistir a sus ceremonias, recibir un par de clases de meditación Ajikan (la base del budismo shingon), participar en los ritos del Obon…
Sí, vale… todo muy bonito…
Pero , ¿por qué no me transmiten nada estos monjes?
No percibo el brillo de la compasión en sus miradas.
El canto de los sutras no me conmueve en absoluto.
Sólo veo seriedad, disciplina y negocio.
Jerarquías.
Masculinidad.
Al principio las mujeres tenían prohibida la entrada a Koyasan y había un camino alternativo para ellas.
Me negué a hacer esa ruta.
Recuerdo la ceremonia del Obon.
Después de la maravillosa sensación de hacer la ruta del cementerio con cientos de personas poniendo pequeñas velitas en los laterales se hacía una ceremonia en el templo principal.
Unos 30 monjes con mucha pompa y boato cantaron sutras durante casi una hora.
Y allí estaba yo en medio.
Deseando impregnarme de aquellas vibraciones.
Me coloco en un sitio privilegiado.
Alineo mi columna.
Atención plena.
Receptividad total.
Empieza a surgir una pequeña ola de ira.
La atestiguo.
La dejo estar.
Los monjes cantan con sus trajes de lujo.
La gente les hace reverencias.
Nos vigilan para que no hagamos fotos.
Protocolo.
De repente una niña extranjera de unos 7 años, con su maravillosa inocencia se sube jugando a un sitio que no debe.
Para mí es un soplo de aire fresco.
La vida colándose entre las grietas.
Despierta la ternura y la alegría en los que la observamos.
Desde unos metros se acerca un monje gritando y haciendo aspavientos para que saquen a la niña de ese lugar.
La niña se asusta.
Llora.
Es la primera vez que he visto a un japonés gritar, regañar y ser agresivo.
Mi ira va en aumento.
Quiero salir de ese sitio.
Me da igual si el acto es budista, cristiano, judío o musulman.
Percibo el mismo vacío en todos ellos.
El vacío de lo que se ha alejado de la vida.
Lo que no permite la espontaneidad, la ternura, la risa, la danza…
La repetición absurda de un ritual que hace siglos que perdió su sentido.
La ceremonia termina aún con más pompa y boato.
Salgo.
La indignación no me impide disfrutar del precioso ambiente del exterior del templo.
Velitas, niños correteando, familias recordando a sus seres queridos, música, puestos de comida… vida.
Decido celebrar ese momento con un pinchito y una cerveza.
Al día siguiente me salto todos los ritos, ceremonias, cantos de sutras, meditaciones ajikan y leches en vinagre.
Disfruto de mi preciosa habitación con jardín zen.
Descanso.
Me impregno de la energía del monte Koya.
Me voy al bosque.
Encuentro unos santuarios abandonados.
En uno de ellos hay un precioso gong.
Canto una melodía que me sale del alma.
Me siento arropada por los cedros centenarios.
Acompañada por las chicharras gigantes.
Y por los rayos de sol que se cuelan entre las hojas.
Presente.
Plena.
No tengo religión.
No tengo linaje, ni vengo de ninguna escuela.
No sigo a nadie, aunque aprendo de todo el mundo.
No permito que nadie me siga, pero comparto todo lo lo que aprendo.
Honro mi consciencia.
Y honro mi naturaleza de hembra mamífera humana.
Huyo de todo lo que me aleje de la vida.
Sólo deseo ser lo que soy.
Mi único maestro es este momento.
Mi único ritual, ser…