BUDISMO

En el siglo V, procedente de China, el budismo se coló en Japón.

Y rápidamente, se fusionó con el shintoísmo.

Principalmente porque el shintoísmo se encarga de celebrar la vida.

Y el budismo de prepararse para la muerte.

Tal es la fusión que a veces cuesta saber si estás en un santuario shintoísta o en un templo budista.

Suelen ser una mezcla de ambos.

Las principales ramas del budismo en Japón son Tendai y Shingon. Aunque también hay templos Zen.

Kukai (Kobo Daishi) pidió permiso al emperador para que le permitiese fundar el centro del budismo Shingon en el monte Koya.

Un lugar privilegiado en el corazón de la península de Kii.

Actualmente el monte Koya (o Koyasan) es uno de los más importantes enclaves budistas que ofrecen la posibilidad de alojarte en sus templos y convivir con sus costumbres.

Siendo profe de meditación tenía especial interés en esa experiencia.

No profeso ningún dogma, pero me parecía interesante retirarme unos días por esos lares.

Escogí especialmente los días del Obon, una de las festividades más importantes para los japo: cuando los espíritus de sus familiares muertos regresan a la tierra.

En esos días se hacen rituales por todo el país.

En Koyasan se haría una ceremonia especial en el cementerio donde está enterrado Kobo Daishi ( un lugar espectacular de 2 kilómetros de longitud).

Alojarse en un templo, asistir a sus ceremonias, recibir un par de clases de meditación Ajikan (la base del budismo shingon), participar en los ritos del Obon…

Sí, vale… todo muy bonito…

Pero , ¿por qué no me transmiten nada estos monjes?

No percibo el brillo de la compasión en sus miradas.

El canto de los sutras no me conmueve en absoluto.

Sólo veo seriedad, disciplina y negocio.

Jerarquías.

Masculinidad.

Al principio las mujeres tenían prohibida la entrada a Koyasan y había un camino alternativo para ellas.

Me negué a hacer esa ruta.

Recuerdo la ceremonia del Obon.

Después de la maravillosa sensación de hacer la ruta del cementerio con cientos de personas poniendo pequeñas velitas en los laterales se hacía una ceremonia en el templo principal.

Unos 30 monjes con mucha pompa y boato cantaron sutras durante casi una hora.

Y allí estaba yo en medio.

Deseando impregnarme de aquellas vibraciones.

Me coloco en un sitio privilegiado.

Alineo mi columna.

Atención plena.

Receptividad total.

Empieza a surgir una pequeña ola de ira.

La atestiguo.

La dejo estar.

Los monjes cantan con sus trajes de lujo.

La gente les hace reverencias.

Nos vigilan para que no hagamos fotos.

Protocolo.

De repente una niña extranjera de unos 7 años, con su maravillosa inocencia se sube jugando a un sitio que no debe.

Para mí es un soplo de aire fresco.

La vida colándose entre las grietas.

Despierta la ternura y la alegría en los que la observamos.

Desde unos metros se acerca un monje gritando y haciendo aspavientos para que saquen a la niña de ese lugar.

La niña se asusta.

Llora.

Es la primera vez que he visto a un japonés gritar, regañar y ser agresivo.

Mi ira va en aumento.

Quiero salir de ese sitio.

Me da igual si el acto es budista, cristiano, judío o musulman.

Percibo el mismo vacío en todos ellos.

El vacío de lo que se ha alejado de la vida.

Lo que no permite la espontaneidad, la ternura, la risa, la danza…

La repetición absurda de un ritual que hace siglos que perdió su sentido.

La ceremonia termina aún con más pompa y boato.

Salgo.

La indignación no me impide disfrutar del precioso ambiente del exterior del templo.

Velitas, niños correteando, familias recordando a sus seres queridos, música, puestos de comida… vida.

Decido celebrar ese momento con un pinchito y una cerveza.

Al día siguiente me salto todos los ritos, ceremonias, cantos de sutras, meditaciones ajikan y leches en vinagre.

Disfruto de mi preciosa habitación con jardín zen.

Descanso.

Me impregno de la energía del monte Koya.

Me voy al bosque.

Encuentro unos santuarios abandonados.

En uno de ellos hay un precioso gong.

Canto una melodía que me sale del alma.

Me siento arropada por los cedros centenarios.

Acompañada por las chicharras gigantes.

Y por los rayos de sol que se cuelan entre las hojas.

Presente.

Plena.

No tengo religión.

No tengo linaje, ni vengo de ninguna escuela.

No sigo a nadie, aunque aprendo de todo el mundo.

No permito que nadie me siga, pero comparto todo lo lo que aprendo.

Honro mi consciencia.

Y honro mi naturaleza de hembra mamífera humana.

Huyo de todo lo que me aleje de la vida.

Sólo deseo ser lo que soy.

Mi único maestro es este momento.

Mi único ritual, ser…

SHINTOÍSMO

Desde el continente asiático, principalmente de Siberia, Corea y China, llegaron los primeros pobladores a las islas de Japón.

Traían consigo sus prácticas animistas y chamánicas.

En realidad todas las culturas han sido animistas en su origen: dotar de alma a las entidades naturales como el sol, la tierra, las tormentas…

Parece ser que antes de que nuestro cerebro se desarrollara en el aspecto cognitivo, vivíamos en un estado de fusión y conexión con la naturaleza.

Pasa también cuando somos niños: le pintamos una cara al sol y nos relacionamos con los objetos como si estuviesen vivos.

Eso es animismo.

Cuando esos primeros pobladores procedentes de las áridas estepas se toparon con la naturaleza salvaje de Japón quedaron absolutamente a su merced.

Montañas increíbles, bosques de árboles inmensos, explosión de flores en primavera, calor tropical en verano, frío polar en invierno, terremotos, tsunamis, tifones…

¿Cómo no sentirse pequeño, ínfimo, completamente vulnerable en este escenario?

Los kami, la energía vital de la naturaleza, o los dioses como mucha gente interpreta, viven en las rocas, en los árboles, en los animales, en las cascadas…

Y los seres humanos son parte de todo eso.

Cielo-ser humano-tierra es un mismo eje.

Eso es en esencia, el shintoísmo.

El shintoísmo es la base de la cultura japonesa y el origen de sus creencias.

Para mí no es una religión ya que no tiene dogmas ni preceptos.

En principio simplemente se veneraban lugares especialmente energéticos: una montaña estratégica, un árbol centenario (o un conjunto de ellos), una cascada…

Se los rodeaba con una cuerda y se realizaban ante ellos ritos de origen chamánico: campanas, tambores, palmadas, cascabeles… vibración al fin y al cabo.

Con el tiempo se construyeron pequeños templos de madera para realizar esos ritos.

Se les llama santuarios.

Y es lo que más visitaréis si vais a Japón.

Hay cientos.

En cualquier rincón.

Desde los más esplendorosos y llamativos, hasta los más discretos y sencillos que salen a tu encuentro en cualquier esquina, de cualquier zona, de cada ciudad.

Todos se caracterizan por tener una puerta (tori) a la entrada. A veces son rojas, a veces de madera o de piedra y marcan el espacio sagrado.

Los japoneses visitan los santuarios con devoción para practicar sus rituales.

Primero se lavan las manos y la boca en unas fuentes que hay en la entrada (para purificarse); se acercan a la puerta del pequeño templo; tiran una moneda; hacen sonar una campana; dos reverencias; dos palmadas sonoras y una reverencia final que puede incluir una oración.

A veces prenden incienso, ponen una vela, o una especie de tablillas donde escriben sus peticiones.

Compran amuletos.

Y sacan papelitos que predicen su suerte.

Todo con la monedita por delante.

A veces lo que tú quieras poner.

Otras veces tiene un precio que va desde los 30 yenes a los 5.000, es decir, desde unos pocos céntimos hasta los 45-50€.

Se supone que con ese dinero, se sufragan los gastos del santuario.

Desde mi punto de vista lo importante del santuario es que crea una espacio para la conexión energética con algún elemento de la naturaleza.

Desde el punto de vista del turista, lo importante es la foto.

Desde el punto de vista del shintoísta, lo fundamental es el ritual.

Y desde el punto de vista de los cuidadores del santuario, las moneditas y la venta de todo tipo de amuletos y souvenirs.

Los santuarios son mis lugares favoritos.

Especialmente cuando por diversas circunstancias he podido disfrutar a solas de algunos de ellos.

Y han sido muchas veces.

Incluso en algunos que siempre están atestados de turistas como el de Fushimi-Inari en Kyoto.

Casi siempre gracias a la lluvia repentina.

O porque he ido más tarde.

La mayor parte de mis momentos màs intensos , místicos y especiales han surgido en el espacio sagrado de un santuario.

La apertura de corazón en Nikko.

Aquella ruta de 30 santuarios en Takayama que estaba inexplicablemente desierta.

Que me sorprendiera la luna casi llena recorriendo en la oscuridad los cientos de tori de Fushimi-Inari en Kyoto.

La ceremonia shintoísta a la que asistí por casualidad en las montañas de la isla de Miyajima.

La tormenta que me permitió bailar a solas en el monte Kurama.

El silencio de los santuarios abandonados que descubrí en el monte Koya.

El llanto profundo al llegar al santuario Nachi-Taisha después de 4 días de durísima peregrinación en las rutas del Kumano Kodo….

Tantos momentos imposibles de describir….

Llevo 25 días en Japón y los recuerdos ya se agolpan de tal manera que soy incapaz de asimilar todas las sensaciones, enseñanzas, percepciones…

Voy a necesitar unas vacaciones de las vacaciones.

BUNRAKU Y OSAKA

Mi amor por Japón es mucho anterior a mi aprendizaje de Reiki.

Ya siendo titiritera sentía una devoción profunda por el Bunraku.

Una modalidad de títeres tradicionales japoneses.

Como en la mayor parte de los países orientales existe un respeto muy profundo por este tipo de teatro.

Y se cuida.

Y se mantiene con esmero.

De hecho hacen falta décadas para formarse como maestro de bunraku.

Su característica principal es que un sólo títere se mueve entre tres personas: el maestro mueve la cabeza y la mano derecha; el segundo asistente la mano izquierda y sirve de apoyo para coger objetos o controlar la indumentaria: y el tercero, que mueve los pies.

Sólo el maestro, porque es algo digno de honor, lleva la cabeza descubierta. Los otros dos, llevan capucha.

Con lo cual, con seis manos, es el tipo de manipulación que más realismo aporta al movimiento.

Cuando daba clases de títeres, me encantaba explicar esto y ponerle videos a mis alumnos.

El aquel momento no podía siquiera soñar que un día pisaría Osaka, la cuna del Bunraku.

Lamentablemente, mi itinerario estaba cerrado antes de tener la programación del Teatro Nacional y no conseguí cuadrar los días con ninguna función.

Sin embargo, sí que tenían los días en los que estaba en Kyoto.

Así que, ¿ qué son 2 buses, 2 metros y 2 trenes cuando se trata de cumplir un sueño?

Si ya he viajado mas de 12.000km…¿qué son 50 ó 60 más?

Llegué a la función una hora antes con el entusiasmo de una niña de 5 años.

Teatro Nacional de Bunraku de Osaka.

Un precioso y modernísimo pedazo de teatro.

Con la suerte de que dentro, había una exposición.

Debía tener tal cara de ilusión que fueron los vigilantes, dos señores mayores, los que me ofrecieron hacerme la foto con uno de los títeres.

De hecho el pobre apenas atinaba con mi móvil y me tuvo que hacer un montón porque en todas salía con la cabeza cortada.

Y una señora muy mayor y con la espalda muy encorvada, pero que hablaba un correctísimo inglés, me acompañó a lo largo de toda la exposición contándome un millón de cosas.

Ella no podía creer que una española conociera tan bien este estilo.

Me fuí a mi asiento de primera fila.

Dos horas de espectáculo narrado en japonés.

Asumía que no iba a entender nada de la historia, que suelen ser por cierto, bastante complejas.

Pero qué importaba.

Si me faltaban ojos para mirar.

Para observar como se movían.

Con hasta 5 títeres en alguna escena.

Eso son 15 tíos moviéndose de forma perfectamente sincronizada.

Como una danza medida hasta el último detalle.

Siempre con un narrador que cuenta la historia y hace las voces de los personajes y un músico. Ambos cambian en cada acto.

Todo hombres.

No hay mujeres en el bunraku.

El teatro estaba casi lleno.

Con un ambiente más cercano a la devoción sagrada que al de un espectáculo.

Dos horas que pasaron volando.

Dos horas de emoción contenida que desembocaron en alguna que otra lágrima.

No estaba permitido hacer fotos del espectáculo.

Y con esa norma no me hice la guiri.

Por respeto a los artistas.

Durante la vuelta a Kyoto, intentaba asimilar toda la belleza que acababa de presenciar.

Pensaba en los titiriteros, compañeros y alumnos, con los que me hubiese gustado compartir esa función.

Me sentí priviligiada.

También eché un poco de menos mi antigua profesión.

Hacía justo un año que había hecho el último bolo.

Sentí pena de que en España no se cuide, se proteja y se valoren los títeres como lo hacen en Japón y como ví que se hacía en Irán.

En España hasta la palabra titiritero es un insulto que incluso se permiten usar políticos corruptos.

Si ni siquiera hay una puñetera asignatura de títeres en Arte Dramatico…

En España son muñequillos para los niños.

Pena e indignación.

Y mucha gratitud por todo lo que los títeres y los 14 años en que he sido titiritera, han aportado a mi vida.

Ayer volví a Osaka como tenía previsto.

Una ciudad vibrante.

Aunque por los anuncios luminosos, el gentío y el ruido podría parecerse a Tokyo, no tiene nada que ver.

Lo sentí en cuanto salí del metro.

Tiene una energía muy distinta.

Más campechana.

Menos reglada.

La gente te mira.

Aquí no soy invisible.

Ayer y hoy me he dejado seducir por la movida nocturna del barrio de Dotombori.

Y por momentos, me he sentido como un personaje de Blade Runner.

O de Futurama.

Si de repente hubiese aparecido una nave volando, no me hubiese sorprendido en absoluto.

La luna menguante seguía mis pasos por la vereda del río.

Olores distintos de cada puesto de comida callejera.

Cientos de personas de formas, colores y vestimentas diferentes.

Melodías a todo volumen de los anuncios, tiendas y discotecas fusionándose entre sí.

El frescor del río después de un día extenuante de calor húmedo.

El sabor exótico del Okonomiyaki de la cena, aún en mis labios.

KINTSUKOROI

El 6 de agosto de 1945 a las 8:15 la ciudad de Hiroshima quedaba devastada en breves segundos por la primera bomba atómica.

Murieron más de 105.000 personas y más de 130.000 resultaron heridas.

La bomba se llamaba “Little Boy”.

Y no sólo arrasó con todo, sino que dejó secuelas de radiación durante décadas.

El 9 de agosto, se lanzó la segunda, llamada “Fat Man”, sobre Nagasaki con más víctimas incluso.

Con ello se forzó la rendición de Japón y fue el final de la Segunda Guerra Mundial.

El 7 de agosto de 2017 visito Hiroshima.

Hace 72 años y un día.

No es mucho. Mis padres ya habían nacido.

Podía haber ido un día antes ya que cada aniversario realizan actos conmemorativos.

No me apetecía.

No tenía especial interés en la ciudad.

Pero está de paso hacia la Isla de Miyajima.

Sólo quería curiosear un poco.

Esa mañana amaneció diluviando y había amenazas de tifón escala 5.

Cogí el Shinkasen desde Kyoto.

Era una de esas mañanas espesas.

Llovía, me costó encontrar la parada del bus a la estación, llegué un poco más tarde, mientras corría a intentar atrapar el tren se me abrió la mochila y todas mis cosas se esparcieron por el suelo….

Perdí el tren.

La mañana estaba espesa y yo también.

He aprendido a no cuestionar mis emociones.

Las dejo ser, las dejo estar… aunque no encuentre el motivo.

Se derraman solas como la lluvia.

El tranvía me deja cerca de la Genbaku Domu o cúpula de la bomba atómica.

Un edificio construido en 1915 y que tras la bomba quedó en pie con la estructura de la cúpula totalmente visible.

La Genbaku Domu es un cadaver.

Llovía cada vez más fuerte.

Llevaba un paraguas transparente como los que llevan todos los japoneses.

No sé por qué, pero siendo como intuyo que son, seguro que tienen un motivo.

Caminaba despacio hacia el edificio.

Sólo se oía la lluvia.

Y de vez en cuando el graznido de un cuervo.

Los cuervos campan a sus anchas por los huecos de las ventanas.

Como los guardianes de un tétrico territorio.

Una extraña sensación comienza a anudarse en mi estómago.

El resto de los pocos turistas se acercan con cautela.

Apenas nadie habla.

Nadie rie.

Hacemos alguna foto al edificio.

Pero nadie se hace fotos junto a edificio.

Quién quiere posar con un cadáver.

Observo las piedras desparramadas por el suelo.

Algunas partes de las pareces están calcinadas.

Otras se desintegraron en el acto.

El escenario sigue igual que hace 72 años y un día.

Abrumadoramente igual.

Siento un enorme deseo de llorar, pero no puedo.

Las lágrimas quedan atrapadas en algún lugar de la garganta.

No salen.

Sólo fluye la lluvia.

Las gotas se resbalan por el paraguas transparente.

Pensaba que iba a ver un edificio.

Pero la sensación se está volviendo insoportable.

Si yo puedo experimentar esto, ¿qué sentirá la gente de aquí al pasar por este lugar?

¿Por qué conservar algo que produce tanto dolor?

Kintsukuroi es un concepto japonés que consiste en reparar los trozos de cerámica rota con oro fundido.

De forma que la pieza adquiere una nueva vida y un nuevo valor.

Y no sólo queda reparada sino que las cicatrices doradas le dan una belleza al objeto que antes no tenía.

La capacidad de sobreponerse a la adversidad es una característica del carácter japonés.

Decidieron conservar intacto el Genbaku Domu y covertirlo en un monumento a la paz.

En algo bello.

Un acto de valentía, humildad y vulnerabilidad el mostrar las heridas abiertas al mundo con el fin de que no se vuelva a repetir….

Me fuí de Hiroshima antes de lo previsto.

Y en cuanto salí de allí, el sol salió y la espesura se disipó.

Me disponía a vivir una mágica experiencia en la Isla de Miyajima.

Pero eso ya, para otro día.

Alma de samurai

El turismo tiene muchas ventajas: se cuidan los lugares valiosos, se facilitan los accesos de transporte, alojamiento, información… y se abarata todo de tal modo, que hoy día, viajar está al alcance de todos los bolsillos.
Gracias al turismo puedo yo hoy estar aquí.
Sin embargo, también es una plaga invasora que convierte las ciudades en escaparates cliché donde sólo importa el consumo.
Y en muchos casos esa plaga consumidora de comida, bebida, lugares, experiencias y sobretodo, fotos… hace que se pierda la atmósfera, la esencia de cada ciudad.
Cada uno tiene su propia forma de viajar.
La mía no suele ser la de seguir las guías y de hecho mi ruta es bastante atípica, pero es cierto que alguno de los lugares interesantes para mí, son, precisamente los más turísticos.
En esos casos intento abstraerme del gentío, si puedo, ir a mi bola.
Y si no puedo, trato de mezclarme con la plaga, trato de ser plaga y me hincho yo también de hacer fotos y poner cara de selfie.
¡¡Si hasta tengo un palo de esos!!
No me reconozco ni yo.
Pero es curioso que gracias a que mis ritmos son un poco distintos y llego a algunos sitios super tarde o a que no me molesta la lluvia… me los encuentro vacíos como pasó en Kamakura con el Buda o en Futarasan en Nikko…
Y puedo disfrutarlos casi en exclusiva… sentirlos, saborearlos… esos han sido , sin duda, momentos cumbres en los que, a pesar de la brevedad (siempre me tienen que echar) soy consciente del privilegio.
Pero lo que más me fascina y esa es mi forma preferida de viajar, es dejarme llevar por mis pies, imbuirme en la energía de la ciudad, desaparecer en ella…
Porque lo que me interesa no son sólo los lugares de postal… sino todo lo que forma parte del entorno.
Y me fijo en los trabajadores que fuman en la puerta trasera del restaurante, en la anciana que aparca su bici, en la niña con uniforme que vuelve sola a casa, en esa casa desvencijada que un día tuvo que ser hermosa, en el cartero que hace en moto su reparto, en la ropa tendida en la ventana…
Eso hice en Kanazawa y mis pies me llevaron directos al barrio samurai.
Que sería algo así como el Albaycín, pero en samurai.
Casas que conservan la estética feudal, pero en las que vive gente.
Estaba anocheciendo, pero lo maravilloso de Japón es esa sensación de seguridad que al menos a mí, me hace sentir como en casa.
Sabía que podía perderme sin miedo.
Caminaba poniendo mi atención en cada detalle, percibiendo el silencio de las calles casi desiertas.
Fue así como descubrí un precioso santuario.
Un vecino, un señor mayor, al ver mi cara de asombro, se dirigió a mí.
“Sumimasen, nihongo ga wakarimasen.” (Lo siento, no entiendo japonés).
“Temple.. temple. Go, go”.
Me invitó a entrar y me acompañó en mi paseo por el santuario.
En mi japonés de supervivencia pude presentarme, decir de dónde era, a qué me dedico…. (Yuka, mi profe estaría orgullosa de mí)
Pero poco más.
El hombre me hablaba y cuando nos dábamos cuenta de que no nos entendíamos, guardábamos silencio mientras observábamos los budas de piedra.
Me hubiera encantado entender más.
Pero quizás no hacía falta.
El lenguaje humano es más profundo que las palabras.
Y aquel atardecer sentada en un santuario al lado de un anciano japonés,fue sin duda, un momento especial.
En la preciosa Takayama, otra ciudad totalmente samurai también tuve la suerte de descubrir una ruta de templos increíbles que alucinantemente, ¡¡estaba desierta!!
Santuarios diseminados por unas montañas de bosques espesos.
Cada uno distinto.
Especial.
Siento como si de alguna manera mis pasos estuviesen siendo guiados por algo que no entiendo, pero que me lleva a lugares muy concretos y especiales.
Quién sabe si el alma de un samurai ha poseído mi cuerpo y está haciendo turismo a mi costa.
Yo me dejo, ¿eh?
Que nadie llame a un exorcista.
Que estoy encantada.
Sobretodo hoy en Kioto he flipado cuando mis pies me han llevado directa al Budo Center.
Me he hecho la guiri, con todo el respeto del mundo, por supuesto y me he colado en un entrenamiento de un arte marcial con espada.
Mi alma de samurai se ha emocionado.

FANTASÍAS ANIMADAS DE AYER Y HOY

Los viajes son como la vida, hay días en los que todo fluye con una sincronía en la que tú misma alucinas de lo bien que encaja todo.
Y días espesos, complicados donde la realidad se convierte en una masa pegajosa de la que no sabes cómo salir.
Esto ya lo sabía.
He viajado sola muchas veces.
Lo tengo más que asumido.
Y lo mejor es aceptar también estos momentos y disfrutarlos.
Porque normalmente los días espesos traen también los instantes más divertidos.
Es necesario poder reirse de una misma.
No conozco mejor antídoto para mantener a raya el orgullo.
La otra mañana me dirigía a la estación de mi barrio de Tokyo cruzando un santuario shintoísta que hay al lado del hostel.
Los días anteriores había conseguido ubicarme sin perderme y ya era capaz de enlazar metros, trenes y buses como si estuviera en una ginkana.
Caminaba más ancha que larga, orgullosa de mí misma y con una felicidad propia de un anuncio de compresas… ahí estaba yo, sintiéndome una superwoman-todo-poderosa-porque-yo-lo-valgo capaz de comerse el mundo.
Y de repente…
¡¡Plaff!!
Guarrazo de boca contra el suelo frente al santuario shintoísta.
Si es que la vida nos pone en nuestro sitio, rápidamente…
De hecho, viajar a lugares tan diferentes, especialmente cuando vas sola, te expone a situaciones de ridículo constante.
Sobretodo las mujeres occidentales. Creo que somos casi extraterrestres para los japo.
El día que viajaba a Kanazawa tomé un shinkasen, que es una pasada de tren de alta velocidad.
Los japoneses sólo hacen tres cosas en los trenes por este orden: dormir, mirar el móvil o comer.
Es muy habitual comprar un bento (bandejita de comida fresca de alta calidad) en la estación y comérselo en el tren.
Así que aprovechando que no había desayunado me compré mi bento de sushi y un cafelito.
De camino al asiento del shinkasen: yo, mi mochila grande, la mochilita pequeña, la riñonera, el bento, el cafelito caliente en vaso para llevar…. vamos, que si me ven los del circo del sol me contratan para el próximo número de malabares.
Llego a mi sitio… me toca en el asiento del medio de una fila de tres.
A mi derecha el japo de la ventanilla, durmiendo.
A la izquierda el japo del pasillo, con el móvil.
Y yo en medio.
Los dos parecen señores de negocios muy trajeados.
El japo de la ventanilla es el único en el vagón que tenía corridas las cortinas.
También es mala suerte, jolín… probablemente sea la única vez en mi vida que atraviese los alpes japoneses a trescientos y pico kilómetros por hora y ¡ me lo voy a perder!
Venga, no pasa nada. Vamos a comer.
Bajo la bandejita del asiento.
Y me dispongo a abrir mi bento.
Pongo en ello toda mi atención como si fuera la ceremonia del té ya que estos dos señores tan elegantes están muy cerca y además el de la izquierda me mira por el rabillo del ojo como si fuese de otra especie.
Venga, ánimo, que he sido titiritera, puedo hacer esto con palillos sin ningún problema.
Aunque desempaquetando el bento me siento como en un sketch de Mr Bean.
Llega el momento de abrir el sobrecito de la salsa de soja… a ver… a la primera no se abre… a la segunda…a la tercera… a ver esto como va… pruebo con los dientes… no se abre…. le doy vueltas a ver si encuentro una ranurilla…
En la bolsa de los palillos de comer veo un palillo de limpiarse los dientes… ¡ah! ¡qué buena idea! se lo clavo al sobrecillo con mucho cuidadito y…. ¡¡¡zas!!!
Chorro de salsa de soja volando por los aires.
El tiempo pasa a cámara lenta como en una peli de artes marciales.
Cara de horror del japo de la izquierda que ve peligrar su precioso e impoluto pantalón gris.
Momento de paro cardíaco para mí.
La bandeja del asiento llena de salsa de soja.
Afortunada y milagrosamente ni una de esas gotas cae en el pantalón gris e impoluto del japo.
Respiro por fin.
Bendigo a todos los budas del budismo y a todas las deidades shintoístas mientras limpio la bandeja con un kleenex.
Bfff… no sé qué habría hecho yo si le mancho el pantalón…. ¿el hara-kiri?
A veces me aprovecho de ser guiri para saltarme las normas.
Varias estaciones después veo que se queda libre un asiento de ventanilla.
Estoy segura de que los japo no se cambian de asiento porque están reservados.
Pero qué leches, quiero ver los alpes japoneses a trescientos y pico kilómetros por hora.
Me cambio.
Todos me miran raro.
Al cabo de un rato llega un revisor.
Algo no le cuadra.
Me pide el billete.
Se lo doy.
Nada le cuadra.
Puedo oir cómo le estallan varias neuronas al mismo tiempo.
Se lo explico en inglés.
Pone cara de desesperación.
Sonrío.
Me da por imposible.
Ok, ok, ok…
Se va y yo disfruto del apasionante espectáculo de montañas redonditas repletas de pinos, que son cruzadas de vez en cuando por ríos serpenteantes y cascadas.
Todo, hasta los pinos parecen seguir un patrón ordenado y preciso.
Parecen pintados en lienzo.
¡No me lo podía perder!

LOW BATTERY

No me alcanza el tiempo ni la energía para poder compartir todo lo que vivo.
Los días tienen tal intensidad de colores, texturas, sabores… que podría escribir un post por minuto.
Pero exprimir cada segundo me lleva al agotamiento cada día.
Me encantaría tener, al igual que para el móvil, un cargador externo para enchufarme un poquito y poder seguir y seguir…
He perdido la noción del tiempo.
Parece que llevo meses aquí y no hace ni una semana.
Tengo que preservar energìas porque aun están por llegar los platos fuertes del viaje. Y son fuertes, fuertes…
Ayer dejé Tokyo para hacer una ruta por los Alpes japoneses: Kanazawa, Shirakawa y Takayama…
Millones de sensaciones, pensamientos, vivencias y fotos por compartir…
Pero no me da tiempo.
Ayer caí redonda de sueño a las 10 de la noche.
Así que mientras busco huecos para escribir y poner fotos, os dejo estas tan zen en el jardín Kenrouken de Kanazawa, para que veáis que estoy en mi salsa.
Gracias por seguirme.
Me animáis a escribir y compartir.
Y lo necesito.
Porque cuando comparto proceso y asimilo.
Quizás por eso, soy profe.
Todo esto es demasiado extraordinario para quedármelo yo sola.
Gracias por los mensajitos.
Os llevo conmigo.

NIKKO Y MAITE

Nikko no estaba en mi ruta inicialmente. No sé por qué lo descarté.
El día en que lo decidí, a principios de marzo, fue el día en que te fuiste, Maite.
Pero al ver tu foto de perfil de facebook, reconocí inmediatamente el puente rojo de Shinkyo en Nikko, que era además, tu logotipo.
Lo interpreté como una señal: un evento tan inusual no podía pasar desapercibido.
Te encantaba ese puente y te preguntabas qué habría al otro lado.
Pues hoy estoy aquí por tí, Maite.
Tú me has traído.
He venido a ver a dónde lleva y a honrar tu memoria.
Pasé más de una hora observando el puente y te puedo asegurar que no hay cámara que pueda captar su belleza.
Y entendí que estabas allí: en el riachuelo que serpenteaba las rocas, en la pintura roja, en la bruma que lo sumergía en una atmósfera mágica, en los sonidos de las campanitas de cerámica que había al lado.
Allí te sentí. Y allí te lloré.
No lo había hecho antes. No sé si porque aún no me llegaba a creer que te hubieras ido o porque tenía que ser aquí hoy.
Tenía que ser.
Tenía que venir.
Pero también entendí algo. El puente no era lo importante. De hecho es un puente pequeño y sencillo, si no fuese por su color pasaría completamente desapercibido.
En realidad el puente es sólo un marco para la espectacular belleza de ese rincón del río.
Como si quien lo construyó, hubiese querido retratar ese lugar.
De modo que cuando lo observas te invade un sentimiento de fascinación contemplativa y crees que es por el puente… pero no… no es por él.
Quizás pase igual con las personas, lo que nos encanta de ellas no es tanto lo visible, lo evidente, lo que podemos ver y tocar, lo que muere…
Al otro lado del puente hay varios templos y santuarios y lo más impresionante: un bosque de cedros centenarios.
Es la energía del bosque la que convirtió a Nikko en uno de los centros del budismo.
Y es esa energía la que llevo hoy conmigo.
Los santuarios de Toshogu y Rennoji, son espectaculares. Sorprende que la ostentosidad de sus dorados no desentonen con el bosque…
Pero el que ha robado mi corazón es el de Futurasan. El más antiguo de todos, fundado para venerar el espíritu de la montaña.
Es simple y sencillo, tanto que no hay muchos turistas que suban hasta allí… el montón de piedras que conforma uno de los altares no queda tan bien en las fotos como los dorados de los otros templos.
Pero yo no me quería ir de allí.
De nuevo, como en Kamakura, me he quedado la última y me han tenido que echar.
Me he quedado allí sentada bajo un árbol.
Plantada.
Enamorada.
Fascinada.
Y todo gracias a tí Maite, querida amiga.
Gracias por tu último regalo.

EL ORDEN DEL CAOS

Pensamos que algo es caótico cuando no lo comprendemos, cuando se escapa a nuestros esquemas mentales. Como si la nuestra, fuera la única lógica posible.
Desde fuera Tokyo podría parecer caótico.
Pero no lo es.
Es extremadamente complejo, eso sí.
Y esa complejidad se articula en un flujo orgánico, una sinergia que parece conectar todas las cosas entre sí sin que se excluyan las unas a las otras.
Cuando comienzas a adentrarte, a sentir y a observar, puedes comprender esa estructura intrínseca que lo articula todo.
Y comienzas a formar parte.
A ser una más.
Y dejas de perderte.
Dejas de tropezar.
Dejas de ser un obstáculo al flujo.
Tokyo no podría ser de otra manera.
Me recuerda a un ser vivo. Un organismo en el que todo parece funcionar sin esfuerzo.
Un engranaje perfecto.
Estuve más de una hora cruzando una y otra vez el cruce se Shibuya en un trance hipnótico, revelador, fuera del tiempo…
Los sonidos estridentes de los anuncios, las voces en distintas lenguas, la luz cegadora, el zumbido de los motores de los coches y decenas de rostros por segundo…
Desaparecí.
Dejé de existir.
Me convertí en marea humana, en asfalto, en gota de lluvia, en imagen grabada, en sonido estridente…
En nadie.
En nada.
En todo.

ICHIGO ICHIE

La expresion japonesa ichigo ichie podría traducirse como “una vida, un encuentro”, “un único encuentro en la vida”.
Tiene que ver con la actitud de vivir las cosas como si fuese la única vez que van a pasar.
Ese es el lema del viaje desde que empecé a gestarlo: asumir que va a ser la única vez que voy a estar aquí y por tanto, tengo que aprovechar estos 31 días para ver y hacer todo lo que me gustaría.
Ha sido muy complicado elegir, ¡¡me ha llevado meses!! Es la primera vez que planeo tanto un viaje… antes iba más a mi aire y no me gustaba leer las guías ni ver las fotos de los sitios antes de ir… pero con Japón, eso no era posible.
Cuando me he topado hoy de frente con el gran Buda de Kamakura me ha impresionado tanto que hubiera deseado no haber visto mil fotos antes… si me lo llego a encontrar, así, de sopetón… creo que me habría quedado más petrificada que él.
Es una estatua de 13 metros de altura que originariamente estaba dentro de un templo, pero un tsunami lo arrasó y el buda, se quedo ahí… al descubierto y quizás es lo mejor que le pudo pasar porque su presencia es impactante.
Normalmente está lleno de turistas que no paran de hacerse fotos rompiendo la magia del lugar… pero por distintas circunstancias, llegué tarde, a pocos minutos antes de cerrar… podría haber vuelto a la mañana siguiente porque me alojaba en Kamakura… pero ¡¡ichigo ichie!!… me hice un poco la guiri… y pude disfrutar de 15 minutos casi a solas… sentada de frente… meditando con él… absorbida por su presencia… y, además convencí al guarda para que me hiciese una foto, ¡el pobre, seguro que me odió profundamente!, pero ichigo ichie.
Kamakura es una preciosa ciudad costera a una hora de Tokyo, cuna del budismo Rinzai.
Visité varios templos budistas donde pude meditar…aunque lo difícil en esos lugares sería no hacerlo. Los jardines, la belleza de las salas, la naturaleza que los envuelve, el silencio que lo impregna todo…
Monjes, que sepáis que lo vuestro no tiene mérito… allí está chupado … ¡¡yo enseño a meditar en mitad del Camino de Ronda!!¡¡Ea!!
Había sido un asfixiante día de calor húmedo, de ese que se te pega por todo el cuerpo y te deja sin ganas de nada, así que estaba agotada.
Bajé a la playa para cenar algo al anochecer… no pude evitar meter los pies en el agua, era la primera vez que pisaba el Pacífico.
Algunos surferos recogían ya sus tablas, la luna creciente empezaba a despuntar y el agua estaba sorprendentemente templada.
Ichigo ichie.
Un momento demasiado perfecto, ¡¡me tuve que bañar!!.