
Ahora que ya he vuelto y procesado un poco la experiencia, sé que han sido las montañas de Japón, las que estuvieron llamándome toda la vida.
Han sido ellas las que me han brindado las experiencias más increíbles.
Sublimes en intensidad, tanto de placer como de dolor.
En Japón a las montañas se les pone el apodo San.
Igual que a las personas.
Allí yo me llamo Fanny San.
Y las montañas son Fuji San, Kurama San, Koya San…
Adoro ese gesto de respeto.
Fuji San es un volcán.
Tengo la sensación de estar caminando a lomos de un inmenso dragón dormido.
Puedo sentir su pulso, su respiración, su fuego interno…
Me deslizo por su pelaje.
Lo acaricio con mis botas respetando su sueño…
Cuando planeaba el viaje tenía dudas sobre si sería capaz de completar el ascenso.
Y me lo pensé mucho.
Mucho.
Pero la posibilidad de contemplar el amanecer desde el punto más alto del país del Sol Naciente era demasiado tentadora.
La comodidad nos atonta.
Nos vuelve conformistas, conservadores, temerosos, flojos…
Permanecemos presos de nuestros objetos, nuestras casas calenticas, nuestras rutinas por muy dolorosas que sean.
Es una inercia que toma velocidad como una bola de nieve que se va haciendo cada vez más grande.
Y un día descubres que eres un robot.
Que el tiempo está pasando demasiado deprisa.
Que no recuerdas la última vez que algo te hizo vibrar el corazón…
El ser humano es un bicho diseñado para la supervivencia.
Necesita retos, esfuerzo, superación, movimiento físico… motivos para sostener la existencia.
Y si no los tiene, enferma.
Por eso hay locos que escalan ocho miles y se juegan la vida sólo por ver el horizonte desde la cumbre.
Que abandonan sus vidas resueltas y cómodas para entrenarse en la dificultad.
¿Para qué?
Me lo he preguntado muchas veces mientras los veía en el telediario de las tres con el estómago lleno.
Ahora los entiendo.
Fuji San tiene casi cuatro mil metros y nueve fases de ascenso.
Mi plan era empezar en la quinta, descansar unas horas en un albergue de la octava y completar la última fase de madrugada para llegar justo en el momento del amanecer.
Era mi plan y el de decenas de personas más.
Al fin y al cabo, escalar el Fuji es la “tarea” espiritual de todo japonés.
11:00
Busco un buen palo en el bosque y comienzo mi ascenso.
En principio el sendero es sencillo y está plagado de árboles.
Hay muchísima niebla.
De hecho no he podido ver el Fuji desde abajo, desde el poblado donde pasé la noche anterior, Kawaguchico.
Es lo habitual.
Pero me dió mucha pena.
Sólo espero que no llueva ni haga demasiado frío.
13:00
Voy tranquila y a buen ritmo.
Las vistas seguro que son increíbles, pero hay tanta niebla que apenas veo a unos metros.
¡¡Jo!!
14:00
¿ Y si no puedo?
Cuando veo a todos los demás subiendo superpreparados con sus equipos de montaña, los palos de senderismo, ¡¡botellas de oxígeno!!
Y yo con mi palo del bosque, unos leggins de algodón, mis botas viejas a punto de morir y un chubasquero del decathlon.
¡Ay, dios!
Creo que no me he preparado lo suficiente.
15:00
El terreno es resbaladizo, roca volcánica que se desprende con facilidad.
Enamorada de mi superpalo del bosque.
De repente siento el sol en mi cara.
¡¡Estoy por encima de las nubes y la niebla!!
¡¡Qué pasada!!
16:00
El camino se hace cada vez más rocoso.
En algunos tramos tengo que escalar a cuatro patas.
Las rodillas empiezan a protestar un poco.
Estoy animada.
Y sorprendida con mi recién descubierta habilidad de trepar.
¡Mola!
17:00
Queda muy poquito para llegar al albergue.
No se ve el paisaje de montañas y lagos que debe haber debajo, pero a cambio las nubes colorean paisajes algodonosos increíbles.
Y sol derrama estelas de luz difuminada.
Estoy ya a 3.200 metros.
No se si es la emoción de completar las fases o la falta de oxígeno, pero tengo un colocón maravilloso.
Seis horas de duro ascenso y sólo quiero seguir subiendo.
Y quiero bailar, reir y abrazar uno por uno al resto de los montañeros.
Luego recuerdo que son japos y se intimidan con una mirada y desisto.
Me como mi efusividad con papas.
La que inventó a Heidi debió inspirarse aquí.
¡¡¡Lon lorón lorón hihu y ya hihú y ya hihú… abuelito dime tú porque yo en la nube voy…. dime por qué todo blanco eeeees, dime por qué yo soy tan feliz… abuelitoooooooooooo!!!
¡¡Ay que colocónnnnnnnnnn!!
18:00
Atardece.
No hay palabras para describir el color de cielo.
Pero hace tanto frío que no me puedo parar a disfrutarlo.
Llego al albergue.
De repente me da la impresión de estar en un campamento militar.
De forma estricta, poco amable y en perfecto inglés (jolín, no parecen japoneses) me dan una bolsa para meter las botas y un número en una maderita para la cena.
Me meten prisa.
Me enseñan mi “cuarto”.
Creo que Spilberg se inspiró aquí para los campos de concentración de la lista de Schindler.
Un saco de dormir extendido en un futón donde hay otros seis sacos pegados los unos a los otros.
Y cada cuarto tiene dos futones en suelo y dos en litera.
O sea que voy a dormir como sardina en espeto con 24 desconocidos sin duchar y con las botas de escalar dentro del futón .
No hay agua, con lo que tampoco hay grifos ni para lavarse los dientes.
Ni ventanas.
Y he pagado por esto más de 50€, el segundo alojamiento más caro del viaje. Es lo que hay.
Mi loba territorial interior empieza a ponerse un poco ansiosa.
Necesito aire, pero fuera hace un frío que me quita las tonterías de un guantazo.
Me llaman para la cena.
El típico arroz con curry.
Parece comida de campamento militar, pero está caliente y me sabe a cielo.
21:00.
Estoy congelada.
Venga tranquila, son sólo unas horas…
Les compro unos leggings termales y me voy a mi saco.
Me acuesto vestida en plan crisálida con el gorro del chubasquero puesto para que este saco que alberga un cuerpo distinto cada noche, no toque ni un centímetro de mi piel.
Parezco una momia.
Un concierto de ronquidos impregnado de olores humanos vela mis sueños.
Puedo sentir el aliento de la japo que duerme pegada a mí.
Venga, ¿no les dices a tus alumnos que somos Uno?
Hala, ¡pues a unificarse con la humanidad!.
03:00
Me despierto.
Sorprendentemente he dormido algo.
Es noche cerrada, pero me quedan casi dos horas de ascenso antes del amanecer.
Frío intenso.
Un cielo plagado de estrellas.
En lo alto, un sendero serpenteante de personas subiendo con las lucecitas de sus frontales.
Como una procesión silenciosa de semana santa.
Impresiona.
Estamos locos.
Los humanos estamos rematadamente locos.
04:00
Empieza a clarear.
El azul pálido del cielo aún sostiene un puñado de estrellas.
Esta última fase es especialmente difícil, es preciso escalar todo el tiempo por caminos estrechos.
Voy subiendo a buen ritmo, pero hay tanta gente que a veces se colapsa el tránsito.
¿Llegaré a tiempo?
04:45
Piso la cima.
¡¡¡Estoy en lo alto del Fuji!!!
¡¡Lo he conseguido, jolín!!
¡¡Estoy aquí!!
El gélido viento me corta la piel de la cara.
Busco un sitio para ver el amanecer porque esto está plagado de gente.
05:00
El sol.
El mismo sol de todos los días, el que he visto salir tantas veces, parece hoy distinto.
Será el esfuerzo.
La falta de sueño o de oxígeno.
Será el mar de nubes que lo rodea.
Seré yo.
Pero me parece el espectáculo más increíble que he contemplado en mi vida.
Me quedo sin palabras, sin pensamientos, casi sin aliento.
Aunque el frío me obliga a moverme a los pocos minutos.
Paseo alrededor del cráter.
Parece otro planeta.
Son las 6 de la mañana, llevo casi tres horas caminando y ahora me quedan unas seis más de bajada.
Y casi sin dormir.
La euforia del ascenso, de llegar a la cima, no me ha permitido darme cuenta de que lo duro está por venir.
La primera hora bajo en estado de éxtasis.
El sol comienza a calentar y está lo suficientemente despejado como para poder disfrutar del fascinante paisaje de montañas y lagos que me perdí ayer.
Me paro de vez en cuando y canto.
Canto melodías y sonidos que no sé de dónde salen.
Plenitud.
Me siento como Leonardo di Caprio en la proa del Titanic.
¡¡Soy la reina del mundoooo!!
Es preciso bajar lentamente porque las rocas se desprenden y resbalan.
Una hora.
Otra hora.
El agotamiento empieza a poseerme, las rodillas tiemblan de dolor.
Veo un cartel en el que anuncian que aún faltan tres horas de ruta.
Y siento que no puedo más.
Pero tengo que seguir.
Otra hora más.
Y vuelve el calor pegajoso que me hace empapar de sudor toda la ropa.
Otra hora.
Y me quiero morir.
No puedo… no puedo más.
Me siento un rato.
Quiero llorar.
Pero he sudado hasta las lágrimas.
Quién demonios me mandará meterme en estas cosas.
Qué hago yo aquí en lo alto de este monte tan lejos de mi casa.
Con lo agustico que podría estar en las playas de Almuñécar llenas de granadinos y de niños gritones comiendo toooortas de chocolateeee….
¡¡Mis rodillas, mis preciosas rodillas… las estoy destrozando!!
¡¡¡Quiero una cama blandita, un jacuzzi, una toalla de rizo y no la toalla esta del Decathlon que, vale, ocupa poco sitio, pero no seca nada!!!
¡¡¡Quiero comodidad, aunque me atonte!!!
¡¡Qué sentido tiene todo esto, subir y bajar un volcán!! ¡¡Estamos locos!!
¡¡Los humanos estamos muy muy locos!!
¡¡Que hago yo aquí con toda esta gente tan rara….!!
¡¡Quiero ir a casaaaaaaaa!!
¡¡Mamáaaaa!!
¡¡Buaaaa!!
Pero tengo que seguir.
Como en la vida.
Tengo que seguir adelante.
Venga un paso, luego otro.
Treinta minutos más… sólo treinta minutos más.
Me parecen treinta horas.
Y por fin llego.
Al lugar donde empecé ayer.
Literalmente destrozada.
No soy, no existo.
Aún tengo que apañármelas para coger un bus de vuelta a Tokio.
Faltan un par de horas eternas.
No soy, no existo.
Y desde el bus, ya a lo lejos, diviso la silueta de Fuji San.
El día anterior no pude verlo por la niebla.
Me emociono.
Pensaba que no lo iba a ver.
Pero es como si hubiese salido a despedirme.
Lo percibo imponente, solemne, inmenso…
No puedo creer que hace sólo unas horas estuviese allá en lo alto.
Estoy loca, definitivamente estoy muy loca.
Pero feliz.