DESPERTAR

Siempre he vivido pensando que tenía que llegar a alguna parte.

Conseguir algo.

Lograr mil metas distintas.

Esforzarme continuamente.

Más objetivos cumplidos, más países visitados, más ingresos.

Aventuras.

Relaciones.

Estar cada día más en forma.

Tener más conocimientos.

Iluminarme más y más y más…

Y curiosamente cuantas más metas cumplía.

Cuantos más logros obtenía.

Más vacío sentía.

Cuando se acaba la función, cesan los aplausos y se apagan los focos, el actor se encuentra solo en el escenario de sí mismo.

Porque piensas que cuando consigas tus sueños te sentirás satisfecho y feliz.

Y no es así.

Te topas con la insatisfacción inherente a tu propia estructura mental.

Así que aparece un nuevo sueño.

Una nueva etapa de ilusión y motivación.

Y tras el logro.

De nuevo el vacío.

Más temprano que tarde te das cuenta del proceso.

Tu lista de objetivos aparece una mañana completamente tachada.

Incluso si puedes imaginar ideales imposibles, empiezas a verles el plumero.

A sospechar que son sólo una huida hacia adelante.

Pero el agujero del alma, sigue ahí.

¿Y qué hay dentro de ese agujero?

Un día me disfracé de Alicia y me dejé caer en él.

Puedes imaginar lo oscuro que estaba.

Sentí un desconcierto tremendo pues no sabía a dónde iba a ir a parar.

Miles de cosquillitas en el estómago por la caída libre.

Y un golpe seco y doloroso al llegar al fondo.

Me levanté, sacudí mis ropas, miré alrededor.

No había nada.

Absolutamente nada.

Al principio sentí mucho miedo y mucha ansiedad.

¿Hay alguien ahí?

No hubo respuesta.

No había salida.

Estaba atrapada en ninguna parte.

Y como no tenía nada que hacer.

Me tumbé.

Y me quedé dormida.

Pasó un día y otro y otro.

Y otro más.

No podía abrir los ojos.

Era como si arrastrara millones de años de cansancio.

El agotamiento de haber pasado décadas huyendo.

Escapando del sentimiento de no ser suficiente.

Quizás porque de niña sentí que tenía que hacer cosas especiales para captar las miradas de mis padres.

Quizás porque a pesar de todo, ellos parecían no estar satisfechos.

Interpreté que nunca era lo suficientemente buena, lista, guapa… para ser amada.

Y desde entonces no pude dejar de hacer cosas para ganar atención, reconocimiento, amor…

Pero nunca llegaba, nunca lo conseguía.

Porque todo lo que entraba desde fuera del agujero, desaparecía.

De modo que nunca podía ser colmado.

Y cuando lo entendí, no sé cuánto tiempo me llevó, desperté.

El agujero se llenó de luz.

Una sensación de amor infinita.

No es que me sintiera amada.

Es que era Amor.

Era Vida.

Era Existencia pura manifestándose en cada latido.

Quizás insuficiente para mis padres y para mí misma.

Pero perfecta para la naturaleza.

Y desde entonces, no quiero seguir soñando.

Ya sólo aspiro a vivir despierta.

A experimentar plenamente mi realidad presente.

Tenga el sabor que tenga.

Sin engañarme con la idea de que todo será mejor mañana.

O cuando consiga esto o lo otro.

Sólo quiero ser.

Sentir que ya soy suficiente.

Que ya he tenido éxito sólo por poder respirar una vez más.

Ya estoy en la meta.

Siempre lo estuve.

Y siempre lo estaré.

No había lugar al que llegar porque nací en el único sitio que puede existir.

No tengo que ganarme la vida, ya es a cada segundo.

Cuando no hay una imagen de cómo debería ser, me satisface lo que soy.

Cuando no tengo nada que obtener, me doy cuenta de que no necesito hacer tanto.

Se acabó la lucha.

Fin.

Ahora puedo descansar.

Puedo sólo ser.

Y desde el ser, muchas actividades nuevas surgen.

Del placer de experimentar, de la curiosidad de aprender, del gusanillo del juego.

Y del agujero que hacía desaparecer todo lo que entraba.

Comienzan a salir cosas increíbles.

Como si fuese la chistera de un mago.

Brota la creatividad y la magia que siempre estuvo ahí.

La danza que se baila a sí misma y que no necesita espectador ni aplauso.

No quiero volver a soñar.

Prefiero vivir despierta.

ÉXTASIS

No siempre sucede.

Aunque lo busque.

Especialmente si lo persigo se vuelve escurridizo y se esconde.

Por eso he aprendido a dejar que me sorprenda.

Como un regalo en el día de tu no cumpleaños.

Doblemente afortunada.

Por el regalo y por recibirlo sin venir a cuento.

Simplemente lo invito.

No siempre viene.

Le abro la puerta estando presente.

Consciente.

Hay días en los que la nube mental es espesa y lluviosa.

Otros en los que miles de rayos de sol se cuelan entre los huecos.

Pero no depende de eso.

Da igual el contenido que haya ese día en mi mente.

Cuando sucede, sucede y no importa cuántas legiones de demonios batallen en mi cabeza.

Me recuerda a esas veces en las que he viajado en avión en mitad de una tormenta.

En tierra, es un día gris oscuro y diluvia a través de los cristales.

El avión despega lentamente atravesando las masas de nubes.

Se mueve, se vapulea.

Los pilotos, a ciegas, mantienen su trayectoria.

El estómago encogido porque en esos momentos me parece imposible que un aparato metálico sea capaz de atravesar una tormenta.

Y de repente, luz.

Por encima de las nubes, nunca dejó de brillar el sol.

Miro por la ventanilla.

Y sé que, debajo de esa alfombra gris, aún la gente abre sus paraguas, se mojan los zapatos y se les encrespa el pelo por la humedad.

Pero yo estoy aquí arriba.

Deleitándome con los azulados del cielo.

Percibiendo la curvatura del horizonte.

En otra realidad.

Eso es exactamente lo que sucede.

Camino por el bosque cerca de casa.

Estoy consciente de mi cuerpo, me dejo mecer por el vaivén de la respiración.

El sonido de los pájaros.

El aire frío cortando mi cara.

El parloteo incesante de millones de pensamientos.

Son cientos de imágenes y de voces acribillándome por segundo.

Los observo arraigada en el cuerpo.

Como los pilotos que agarran con fuerza los mandos confiando en la tecnología.

Me vapulean generando emociones intensas.

Sostengo las turbulencias.

Y cuando parece que no hay salida.

Luz.

Estoy en el mismo bosque, pero me parece completamente distinto.

Como si los árboles hubiesen despertado de repente y me saludaran como viejos amigos.

La sensación de mis pies sobre el barro se convierte en el descubrimiento del siglo.

El murmulllo del viento entre los pinos es ahora una curiosa melodía.

Cada pequeña brizna de hierba diminuta, una pieza de arte cuya belleza me parece imposible de soportar.

Mi pecho explota y se expande en ondas infinitas.

Lágrimas de intensidad.

No es alegría, no es euforia.

No sé lo que es.

No hay palabras.

Ni siquiera hay un yo.

Sólo vida contemplándose a sí misma.

Una vida que siempre está ahí.

Que siempre es.

Aunque no pueda percibirla habitualmente.

Un sol que siempre brilla.

A pesar de las nubes.

Podría parecer especial.

Pero la sensación es de una cotidianeidad absoluta.

Los mismos árboles, la misma montaña, la misma temperatura del aire.

En realidad ellos siempre han sido los mismos.

Sólo cambió mi percepción.

Anochece.

Estoy agotada.

Aterrizo suavemente.

Reconozco las nuevas nubes de mi pensamiento como un sonido familiar de fondo.

Vuelvo a casa.

Y después del éxtasis…

Friego los platos.

Saco la basura.

Limpio el baño de rodillas.

Quito el fango incrustado en los zapatos.

Me tomo una infusión.

Abro el facebook.

DOLOR

Un temblor en el bajo vientre.

Aún antes de saber nada.

Esa loba ancestral que me habita lo intuye, lo huele…

Presiente peligros escondidos en su mirada.

Como un ejército de cuchillos que se aproximan en desbandada.

La noticia.

La realidad.

Palabras que se derraman como una lluvia de bofetadas.

No puede ser.

La mente se protege por un instante.

Se envasa al vacío.

Y mientras las neuronas de arriba procesan.

Las de abajo reaccionan.

El estómago es una bola de plomo.

Que cae.

Cae.

Y cae en un agujero sin fondo.

Los pulmones, prisioneros del diafragma.

Atrapados.

Vacíos.

Congelados.

No, no, no… no puede ser.

Mil imágenes por segundo.

Pasado y futuro en un solo instante.

Lo que fue.

Lo que no será.

Lo que ya nunca más será.

Nunca.

Un grito quebrado se abre paso desde las entrañas.

Y se detiene en la garganta.

Dolor.

La palabra dolor viene del verbo “dolere” cuyo origen más antiguo es “ser golpeado”

Un golpe físico o un golpe emocional.

No importa.

La sensación es la misma.

Y siempre llega.

Tarde o temprano.

Viva como viva.

Sea quien sea.

Un abandono, una pérdida.

O los mil castillos que se deshacen en el aire.

Y duele.

Tanto que de niños creamos mecanismos de defensa para poder enfrentarlo.

Máscaras, corazas y bunquers que nos mantienen a salvo.

Acolchados.

Pero acorchados.

Protegidos, aunque insensibles.

Por eso es tan importante dejar que el dolor duela.

Es incómodo para que te salves, para que corras y busques soluciones.

Para que apartes la mano del fuego.

No se puede huir del dolor.

Siempre llega.

Quizás ya está ahí.

Anidando entre tus tripas.

Rumiando sin ser digerido.

Todo el dolor del que te protegiste cuando eras niño.

Puede que siga ahí.

Ese grito quebrado, quiere salir.

Quiere aullar.

Y ser liberado de tu garganta.

Dale espacio.

Tiene derecho a ser.

Tiene sus motivos.

Dolor y placer.

El dolor dice “para”

El placer dice “sigue”

Acelerador y freno.

Uno mola.

El otro jode.

Quizás de niños no estábamos preparados para procesarlo.

Pero ahora, amor mío, hay suficiente espacio en ti para acoger cada sensación.

Cada momento.

Tu abrazo es tan cálido que puede sostener la vida misma.

En toda su inmensidad.

Tu conciencia es un papel infinito en el que caben todos tus versos.

Los de amor.

Los de desamor.

Los garabatos.

Y los borrones.

SOLOMON

Mi madre me enseñó a leer y a escribir.

Sobre la mesa camilla del salón, en la cocina, entre pucheros…

Dice que yo se lo pedí.

Que leía en voz alta los títulos de los dibujos de la tele.

Preguntaba todo el tiempo “¿ahí que pone?”

Y pasaba horas dibujando las letras que veía en los cuentos.

Por eso, cuando empecé a ir al cole ya con seis años, mi fluidez de lectura y escritura asombró a los profesores.

Venían unos y otros para ver mis habilidades como si fuese un mono de feria.

No entendía nada.

Para mí era algo natural, pero empecé a sentir que era extraño.

Que los niños de mi edad no hacían lo mismo.

Llamaba la atención.

Y yo no quería llamar la atención.

Acababa de llegar a un lugar nuevo.

Sola, sin mi manada, por primera vez.

A un profesor se le ocurrió exhibirme en el salón de actos delante de todos.

Supongo que con buena intención.

Pero yo me sentí tan pequeña, en un lugar tan ajeno…

Observada por desconocidos.

¿Por qué?

No quiero estar aquí.

Sólo quiero pasar desapercibida, encajar.

Miedo, vergüenza… muchísima vergüenza.

Tanta que no leí.

Enmudecí.

La cara encendida.

Y todos insistiendo, incluso aplaudiendo.

Me negué.

Sentí la decepción de los demás.

Como si al mono de feria se le hubiesen gastado las pilas.

Rechazo.

Y una soledad terrible imposible de gestionar.

Saber algo, tener una habilidad, resaltar por cualquier motivo te convertía en un bicho raro.

Te aislaba.

Incluso a veces, era motivo de castigo.

Me comí más de una reprimenda por ser la primera en responder a las preguntas de clase.

La empollona.

La marisabidilla.

La sabelotodo.

De los 7 a los 13 años había ganado todos los concursos literarios a los que me presenté.

La pared del salón era un puzle de diplomas.

Pero cada vez que recogía uno nuevo enseguida me bajaba de mi alegría.

Porque los demás no reían conmigo.

Para mis padres se convirtió en algo normal.

Algunos, parecían molestarse.

“¿Otro?… a ver si no vas a dejar que los demás niños ganen…”

Así que todos los que teníamos una habilidad visible fuimos replegando las alitas para no fomentar la envidia y el rechazo azuzado por los adultos.

El síndrome Solomon.

No atreverse a brillar por miedo a verse excluido.

Apagar la luz propia para no deslumbrar.

Porque necesitamos ser queridos y aceptados.

Formar parte del grupo.

Porque fuera de la manada, el animal no sobrevive.

El rechazo es una muerte anunciada para el subconsciente.

A veces yo misma me saboteo, le resto importancia a mis méritos o mi esfuerzo.

“No, es que he tenido mucha suerte…”

Otras me quedo dos tonos por debajo de mi capacidad.

Incluso me he llegado a sentir culpable por sacar buena nota, porque las cosas me salieran bien…

“Bueno… no es para tanto… no tiene importancia, cualquiera puede hacerlo”

En un país que ensalza la mediocridad.

En el que los ineptos nos gobiernan.

Los incapaces hacen gracia.

Y decir estupideces te vuelve viral.

Los verdaderos talentos andan por ahí ocultándose.

Agachando los hombros para no parecer demasiado altos.

Regulando la intensidad de su luz a los ojos de los demás.

Y así nos va.

Aunque…

También yo estuve al otro lado.

El gusano de la envidia solía pasearse por mis tripas.

Pero un día cogí al gusano y le hablé cara a cara.

¿Qué haces aquí?

Estoy aquí porque esa persona a la que envidias está haciendo algo que no te atreves a hacer.

¡Ostras!

Yo misma he plegado mis alas y me jode que otros las extiendan.

La pataleta infantil del si yo no puedo, tú tampoco.

Pero mira qué alas tan hermosas tiene.

Qué vuelo tan apasionante.

A mí nunca se me habría ocurrido hacer ese giro.

¿A ver?

Voy a intentarlo.

Si ella puede, yo también.

¡Ooooohh!¡qué placer extender mis plumas!

Deslizarme por el aire.

Hacer piruetas.

Dejarme caer en espiral y remontar a un palmo del suelo.

¡¡Que amplio es el horizonte!!

Y ¡¡mira aquella como planea!!

Y ¡¡ mira aquel que lejos está volando!!

¡¡¡Yujuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!!!

Y cuando me dí cuenta, el gusano de la envidia se había convertido en la mariposa de la inspiración.

El éxito de los demás se transformó en ejemplo y motor para mis propios vuelos.

Y cuanto más les aplaudía más orgullosa empecé a sentirme de mis dones.

Pues todos somos miembros de la misma tribu.

Tus logros benefician a toda la humanidad.

Así que, ahora, alimento con mucho amor mis alas cada día.

Las cepillo.

Y las honro sin pudor.

Decido irradiar lo que soy.

Mostrarme.

Desarrollar mis habilidades y compartirlas.

Aunque me rechacen.

Que los demás elijan libremente si quieren criar mariposas o gusanos.

Si mi vuelo les inspira, les repatea o les resulta indiferente.

Cada uno es dueño de sus tripas.

QUERIDOS REYES MAGOS

Este año no he sido buena.

Podéis llevaros vuestro oro, vuestro incienso y vuestra mirra.

O ya que pasáis por aquí, dejadme una mijita de carbón para invitar a mis amigos a una barbacoa.

Porque no, no he sido buena.

Y nunca más volveré a serlo.

No cederé a vuestro chantaje.

Disfruté mucho de la bici, la canasta de baloncesto, los peluches y las decenas de libros que me traíais cada año.

Pero creo que pagué un precio demasiado alto por ellos.

“Pórtate bien que si no, no vienen los Reyes” escuché el otro día a una madre en una cafetería.

Se dirigía a su hija apuntándola con su índice acusador.

Llevaba observándolas más de media hora.

La mamá estaba con dos amigas hablando de sus cosas.

La niña había jugado pacientemente con un cochecito sobre la mesa durante un rato, se había levantado, se había vuelto a sentar, subió los pies a la silla, los había vuelto a bajar…

Era obvio que estaba cansada, aburrida… necesitada de estímulos y de movimiento.

Comenzó a alborotar un poco sobre mi mesa con el cochecito, queriendo jugar conmigo.

“Sé buena”

“Pórtate bien, no seas mala”

“Que si no mañana no vienen los reyes”

La niña bajó la mirada y volvió a sentarse tragándose toda su incomodidad por un puñado de regalos.

Me ví en ella.

Yo fuí esa niña buena con flequillo recto y pelo largo.

Recuerdo las visitas interminables en casa ajena.

El cansancio, la ansiedad, el aburrimiento más absoluto, incluso la desesperación…

Pero yo tenía las palabras “sé buena” tatuadas a fuego.

Porque ser buena significa “pórtate como mamá quiere”, “no molestes a los adultos cuando hacen sus cosas”, “cállate y trágate todo lo que estés sintiendo porque ahora no quiero escucharte”, “no te muevas”.

“No seas tú”

“Eres mala si haces o expresas lo que sientes”

“Tus sentimientos no importan”

“Si no haces lo que te digo, no tendrás lo que quieres”

Así que aprendí a complacer y a tragar lo que sentía esperando recompensas por ello.

Aprendí a negarme a mí misma para obtener el amor y la atención de mi madre.

Después me negué a mí misma para obtener el amor y la atención de los demás.

Y claro, cuando no lo conseguía, cuando a pesar de todo me rechazaban o me abandonaban, se despertaba la furia.

Era como si después de haberme portado superbién durante un año (a costa de mi sufrimiento) no viniesen los Reyes Magos.

Me ha costado mucho dolor y muchos años de trabajo interior dejar de complacer y aprender a respetar mis propios sentimientos.

Las amenazas, coacciones y chantajes tienen un alto precio, por muy inocentes que parezcan.

Por eso, antes de ayer en la cafetería, me hubiese encantado acercarme a esa niña.

Como si mi yo-adulto cogiese en sus brazos a mi yo-niña.

La sentaría en mis rodillas y acariciaría su cara suavemente.

“Cariño, sé que estás cansada y aburrida y que necesitas salir de aquí. Lo entiendo. Pero a mamá le gustaría hablar un rato más con sus amigas, ¿crees que puedes esperar un poco más?, ¿me harías ese favor?”

No tuve esa madre respetuosa por mucho que me quisiera.

No la culpo.

Hizo lo que supo.

Lo que pudo.

Lo que recibió de su propia madre y lo que sus circunstancias le permitieron.

Pero al menos ahora que soy consciente intento tratarme así a mí misma.

Y a los demás.

Así que, queridos Reyes Magos:

Si merecer vuestros regalos implica portarme como los demás esperan de mí.

Pasad de largo.

Ya me corono a mí misma como mi propia Reina Maga.

Y me colmo de regalos, atención y amor.

Sólo por ser lo que soy.

Por sentir lo que siento.

Por hacer lo que puedo.

Cada día.

SUERTE

1 de Enero, 2019

Primer rayo de luz de 2019.

Para mí el momento más simbólico de esta fecha.

Poco me pueden decir las campanadas cuando hace décadas que arrojé mi reloj al fuego.

Pero ese mágico instante en el que aparece el primer cachito de sol del año…

Ese es mi momento.

Un nuevo amanecer y sigo viva.

2019 y el privilegio de seguir respirando en esta tierra.

Nuevas posibilidades de sentir, experimentar, conocer…

Camino por las calles desiertas durante los momentos previos a la salida del sol.

Apenas uno o dos grados de temperatura abofetean mi cara.

Afortunadamente a estas horas suelo estar aterrizando en las últimas fases del sueño bajo mi nórdico sintético.

Pero ¿y si hubiese nacido hace sólo unas décadas o siglos?

¿Hace unos cuantos millones de años?

Una pequeña y frágil ser humano buscando una cueva húmeda en la que guarecerse del frío y de los animales salvajes, cubierta apenas por unos jirones de piel mal cosidos…

Qué distinta sería mi vida en esas circunstancias.

Cuántas pamplinas mentales se diluirían en un solo instante si sintiera este frío en mis huesos cada noche.

Cien mil millones de años de evolución del ser humano y a mí me ha tocado nacer justo cuando se ha inventado el colchón viscolátex.

Eso sí que es suerte y no el gordo de navidad.

Ese pensamiento absurdo me despierta una sonrisa, pero también una emoción profunda.

Qué jodida tenía que ser la vida antes de la tecnología.

De cuántas comodidades disfruto cada día como si nada.

Porque yo lo valgo.

Porque soy la tátara tátara tátara nieta de esos extraordinarios seres humanos que utilizaron su inteligencia y sus habilidades para ir creando cada día una vida mejor, más cómoda, más longeva…

Con cuerpos y mentes que fueron evolucionando hacia la supervivencia desde condiciones de amenaza tan extremas.

Mentes preparadas para detectar los peligros y crear estrategias y soluciones.

Cuerpos diseñados para el movimiento y la resistencia.

Emociones potentísimas para adaptarse a situaciones de riesgo.

Sin embargo la vida ahora es tan distinta…

Es como si hubiese heredado un tanque en tiempos de paz.

Y claro, es un poco complicado aparcar un tanque para ir al súper.

Por eso cuando no tengo problemas, me los invento.

Por eso mis emociones son demasiado físicas e intensas en situaciones que realmente no ponen mi vida en peligro.

Por eso mi cuerpo se resiente por no darle el suficiente movimiento.

Y de ahí viene el sufrimiento moderno.

Vivimos inconscientes acerca del bicho que somos.

No nos conocemos.

No nos entendemos.

Estamos absolutamente descontextualizados de nuestra naturaleza y eso nos impide adaptarnos al nuevo estilo de vida que nos permite la tecnología.

Y sufrimos.

Y nos rechazamos.

Y nos fustigamos.

Y nos levantamos cada día como si nada.

Inconscientes del puto milagro que significa ver de nuevo el sol tras ocho horas de plácido sueño en un flamante colchón de viscolátex.

¡Benditos Humanos, Feliz 2019!

VALIENTE

Mucha gente dice que soy muy valiente.

Por vivir sola, viajar sola, hacer lo que quiero hacer, existir a mi aire…

Por ser libre.

Es jodido que haya que tenido que desarrollar mi valentía para poder defender mi libertad., algo que se supone que es mío, algo con lo que he nacido.

Con 4 años un cuento me enseñó que siempre habría lobos acechando en los bosques.

Lobos hambrientos de niñas.

¿Y por qué el lobo no se comió a Caperucita en el primer encuentro?

Hubiera sido muy fácil clavarle esos dientes tan largos que tenía en la yugular.

Si era hambre lo que sentía lo habría tenido muy fácil.

¿Para qué todo ese juego manipulador de preguntas?

¿Para qué ese esfuerzo en travestirse de abuelita?

¿Qué es lo que quería realmente el lobo?

Siempre me lo pregunté.

Y creo que empiezo a entenderlo.

Lo que se la ponía dura al lobo es el control de las emociones de Caperucita.

El poder.

Sentirse superior a un ser que está en una posición vulnerable.

Quería alimentarse de su miedo, no de su carne.

He sentido acoso y humillación física y verbal por parte de muchos hombres desde que me crecieron las tetas allá por los 11 años.

Solos o en grupo.

Y no, no buscaban alabar mis atributos.

Parecían disfrutar con mi desconcierto, con mi humillación, con mi miedo…

Tantas veces que sería imposible enumerarlas, especialmente entre los 11 y los 20 cuando era especialmente vulnerable.

A partir de los 20 aprendí a defenderme y a soltar tacos y cortes de manga.

¿Quieres mi miedo?

Pues te jodes, te vas a encontrar con mi ira, mi asco y mi desprecio.

Cuando yo tomaba el control de mis emociones y respondía, entonces resulta que ya no era tan guapa… ya no les resultaba tan divertido el juego y me insultaban todo lo que podían.

Y cuanto más reía yo, más se enfadaban ellos.

Más de una vez tuve que salir corriendo.

Al final la que siempre estaba en la posición vulnerable, era yo.

Cabrones.

Recuerdo una experiencia en un minibús de la Expo, de esos que había dentro del recinto; lleno hasta los topes.

Un tipo aprovechó la coyuntura del espacio para pegar completamente su cuerpo a mi espalda y a mi culo.

Completamente.

Yo tenía 13 años y no entendía lo que estaba pasando.

Por un lado es verdad que había poco espacio, por otro lado, no sentía eso como normal; pero mi mente infantil no tenía datos para dar forma a aquella situación.

No pude reaccionar.

Pero él sí sabía lo que estaba pasando.

Recuerdo el reflejo de su cara en el cristal del minibús.

Me miraba fijamente.

Empecé a temblar y a sentir un dolor de estómago muy fuerte.

Una lágrima resbaló por mi mejilla.

Y en ese momento, se le puso dura.

No antes… sólo cuando me vio llorar.

Es la primera vez que hablo de esto.

Cabrón de mierda.

En el verano de 2004 tuve dos agresiones la misma semana.

En la primera cinco adolescentes se abalanzaron por detrás para quitarme el bolso.

Salía sola del corral del carbón después de un bolo nocturno.
Instintivamente me defendí.

Empecé a gritar y a golpear con la botella de agua que llevaba en la mano.

Grité tanto que se asustaron y salieron corriendo.

Me quedé tirada en mitad de la calle, con mi bolso, hasta que me encontró una compañera.

Las piernas me temblaron durante más de una hora.

No podía ni caminar, ni parar de llorar.

Y durante casi un año me quedó el reflejo instintivo de mirar hacia atrás cada vez que alguien se acercaba (incluso durante el día y con la calle llena de gente)

Unos días después a las tres de la tarde por la calle Nicuesa, un tipo en moto se acercó a mí.

Llevaba casco y me preguntaba por una dirección.

Me acerqué para indicarle.

Me agarró una teta.

Cuando reaccioné para defenderme aceleró y se fue descojonándose de la risa.

Fue el momento más humillante de mi vida.

Y no tanto porque fuese una teta o un brazo.

Sino por su risa.

Aún la recuerdo.

Porque se aprovechó de que me acerqué a ayudarle.

De mi bondad, de mi inocencia, de mi vulnerabilidad…

Cabrón del demonio.

A los pocos días fui a la policía por lo del bolso.

Cuando terminé de poner la denuncia, comenté como de broma el incidente de la moto, quitándole importancia.

“¡¡Fíjese que semanita llevo!!”

El señor policía se quedo un poco asombrado

“¿Y por qué no denuncias esta última?”

Me quedé en blanco.

“Esta segunda me parece más grave incluso que la del bolso, al fin y al cabo el bolso es un objeto y lo otro es tu cuerpo”

Algo se partió dentro de mí.

¿Por qué yo misma no le di importancia?

En ninguno de los casos podía identificar a los agresores, ¿por qué una era digna de denuncia y la otra no?

¿En qué momento mi cuerpo había dejado de ser mío?

¿Es posible que todos esos años de comentarios, roces, restregones, insinuaciones… me hubiesen despojado de mi propio poder sobre mí?

Ese verano abrí la veda a la furia.

Y empecé a recordar todos esos abusos que yo no sabía que lo habían sido.

A veces incluso por parte de compañeros de clase, de trabajo, jefes, profesores… nombrarlas todas implicaría redactar un post infinito.

¿Por qué hemos normalizado cosas que no son normales?

Cada vez que alguien ejerce su poder sobre ti, te quita el tuyo sobre ti misma.

Aún así he seguido saliendo sola, volviendo a casa a la hora que me da la gana, me he recorrido media Europa haciendo espectáculos de calle sola, viviendo sola….

¡Qué valiente eres!

Pues sí, coño, lo soy.

Mi trabajo me ha costado.

Porque he seguido haciendo lo que quería hacer… pero siempre vigilando, siempre al acecho, cambiándome de acera, escondiéndome hasta que pase el coche sospechoso, variando de trayectoria por si acaso, a veces con un spray de pimienta en la mano, otras escogiendo las botas con puntera de acero en lugar de los tacones….

Pensando, pensando siempre en posibles estrategias para salvarme.

Incluso ahora.

Cada día.

Y mi historia es la más light de todas mis amigas.

De todas mis Hermanas.

Curiosamente cuando más han alabado mi valentía fue en el viaje a Japón.

Un mes sola, sin conocer a nadie, ni el idioma en un país lejano…

Pues nunca me sentí tan segura en ningún lugar como en Japón.

Los japoneses son machistas, racistas, xenófobos, homófobos….

Pero nunca nadie va a agredirte.

No hay crímenes, la policía se está quedando sin trabajo.

A veces sentí su rechazo en las miradas.

No sé si por ser mujer, o extranjera o mujer extranjera…

Pero no me sentí amenazada en ningún momento.

He visto niños de 6 años viajando solos en el metro de Tokio.

¿Y qué tiene Japón?

No es igualdad… el machismo allí es muchísimo más profundo que aquí.

Es respeto.

Han sido educados en el respeto.

En no ejercer el poder cuando estás en una posición de ventaja.

Al menos en lo social.

La violencia de género existe y se produce en los hogares, en la intimidad y la mayoría de las mujeres japos aún ni siquiera han tomado conciencia de ser abusadas, ya que no hay muchas denuncias.

Pero las calles son lugares seguros para los vulnerables.

Porque no es sólo una cuestión de hombre-mujer.

Es mucho más profundo.

Es el poder sobre el vulnerable.

En muchos casos es una mujer, otras un discapacitado, un animal, un niño…

Y esta es la base del machismo, el bulling, la homofobia, el maltrato animal… incluso la corrupción.

Nuestra sociedad está enferma.

El poderoso se aprovecha de su posición para abusar del vulnerable.

Y sólo se puede solucionar desde la educación.

Educar en el sano ejercicio del poder.

Porque en unas ocasiones nos tocará tener el poder.

Y en otras, ser los vulnerables.

Esa es la bondad para mí: tener el poder y usarlo respetando al vulnerable, sea quien sea.

Y mientras, seguiré cuidando de mí misma.

Empoderándome.

No permitiendo que el miedo me domine.

No dejando el control de mis emociones en los demás.

Parando los pies a quien tenga que parárselos.

Así me cueste la vida.

Y cuando sea yo la que tenga el poder, trataré de ejercerlo con compasión y respeto.

VULNERABLE

Vulnerable viene de “vulnus”: herida.

La capacidad o posibilidad de ser heridos.

O como me gusta definirlo: un estado de ser sin máscaras ni mecanismos de defensa.

Un estado desconocido para la mayoría de las personas.

Creamos personajes para protegernos especialmente de los que más nos quieren, de los más cercanos… por eso es raro que alguien baje el escudo y se permita abrirse de par en par.

Tenemos pánico a mostrarnos tal y como somos.

Miedo al rechazo, a la crítica, al abandono…

Pero de tanto fingir perdemos la conexión con nosotros mismos y vivimos presos de nuestras propias estructuras.

La Sra. X me pide una cita.

Es amiga de una de mis alumnas; “he oído maravillas sobre tu trabajo”.

No conoce ninguna de las técnicas que realizo: “no soy muy de estos temas ni creo mucho en estas cosas, pero he pasado por médicos y psicólogos y ya no sé qué hacer”

He escuchado esta frase un millón de veces.

Me hace gracia lo de “estos temas”… ese cajón de sastre donde caben todas las técnicas no convencionales aunque no tengan nada que ver entre sí.

Llega a mi centro con puntualidad de reloj suizo.

Cuando me saluda percibo en ella una sensación de alivio, luego me confirmará que ver que soy una persona “normal”, la hizo sentirse cómoda.

“Normal”… jajaja….

No sé si tomármelo como halago o como ofensa… pero me hace pensar en la imagen que tiene mucha gente de nosotros.

Supongo que el chándal del Decathlon no me da mucho glamur.

Le explico el procedimiento y nos sentamos frente a frente, sentadas sobre el tatami, sin mesas ni obstáculos entre nosotras.

Empieza a explicarme su situación atropelladamente como si fuese una cantinela que se sabe de memoria y la dice sin pensar.

Casi todo el mundo comienza así, nos hemos contado tantas veces nuestra propia historia que dejamos de sentirnos.

La interrumpo.

-¿Qué necesitas?

Me mira como si le hubiese preguntado por la cuadratura del círculo.

Es una pregunta simple, pero para mucha gente se convierte en un dardo certero.

-Pues… la verdad… no lo sé….

Sus ojos comienzan a humedecerse.

Es la primera vez que la veo, a ella, a la persona que hay debajo de la historia que se cuenta a sí misma.

-Pues, no sé… ¿que se me quite la ansiedad?

-¿Me lo preguntas a mí?

Sonríe.

-Pues, eso… que se me quite la ansiedad.

-¿Y cómo sabes que es ansiedad?

-No sé… supongo

-¿Cómo lo sientes en tu cuerpo?

-Es… como un nudo en el estómago… y una sensación como de ahogo en la garganta.

-Vale, entonces no es ansiedad, es un nudo en el estómago y una sensación de ahogo en la garganta.

-Sí…- suspira aliviada.

No somos conscientes de cómo nos encadenamos a las etiquetas y los diagnósticos.

Ansiedad es una palabra muy grande, con muchas connotaciones y deriva en otra palabra con mayores connotaciones aún: “ansiolítico”.

Pero un nudo en el estómago se convierte en algo más pequeño y soportable.

-¿Puedes sentirlo ahora?
-Si
-¿Puedes sostenerlo?
-Creo que sí.
-¿Qué te pide esa sensación que hagas?
-¿Gritar?
-¿Me lo preguntas a mí?

Sonríe de nuevo aún con el nudo en el estómago.

-Gritar.
-Grita.
-No puedo.
-¿Qué te lo impide?

Comienza a llorar.

Se disculpa con cierta vergüenza por sus lágrimas.
Hago mi broma de siempre acercándole el paquete de pañuelos de papel.

-Tienes derecho a sentir.

Llora desconsoladamente.

Se rompe en mil pedazos.

La contemplo en silencio, totalmente consciente, sosteniéndola con mi presencia.

Entre las grietas de su coraza empiezo a reconocer pequeños destellos de su verdadero ser.

Por primera vez sus ojos me hablan de una verdad que puedo creer.

Por primera vez, en medio de su dolor, puedo verla a ella completamente.

Sus palabras ya no siguen un guión.

Y hay tanta belleza…

Hay tanta fuerza en el instante en el que abandona todas sus defensas…

Vulnerabilidad no es debilidad… es una fuerza descomunal.

Me emociona su valentía.

Qué privilegio y qué honor poder asistir a este espectáculo de la naturaleza humana.

La autenticidad hace tiempo que se convirtió en mi palabra favorita.

Me da igual quién seas, pero sé tú.

Evitamos abrirnos por miedo a no ser aceptados, a no ser suficientemente buenos.

Sin saber lo hermosos que somos cuando simplemente somos.

Cuando no hay nada que esconder.

Cuando me permito sentir lo que de verdad siento…

Cuando soy vulnerable.

Sin filtros, sin juicios, sin justificaciones.

Eso es libertad.

Por ahí anda la paz que todo el mundo busca.

Mi trabajo no es curar, ni arreglar, ni cambiar a nadie.

Porque no hay nada que curar, ni arreglar, ni cambiar.

Sólo trato de generar un espacio de presencia donde simplemente ser quienes somos.

Perfectos en nuestra maravillosa imperfección humana.

GALAXIAS

Siempre me ha fascinado mirar las estrellas.

Desde muy chica he pasado horas y horas contemplándolas, tanto en verano como en invierno mientras soñaba con trabajar para la Nasa.

-¡¡Niñaaaa!! ¡¡¡Qué haces ahí fuera pillando frío…. Métete pa dentroooooo…!!!

La voz de mi madre me llegaba como si estuviese en Plutón, pero yo me metía pa dentro, eso sí… dentro de mí.

Ellas me convirtieron en filósofa sugiriéndome miles de preguntas.

Y me enseñaron que tras la fascinación de la belleza, se escondía un terror profundo.

¡¡Vivo en una bola de piedra que da vueltas en la inmensidad de la nada!!

¡¡¡¡¡Aaaaaaaahhhhhhhhhhhh!!!!!

De adolescente trabajé en un pequeño planetario itinerante señalando las constelaciones de verano a los turistas.

Veía estrellas fuera… y estrellas dentro.

Cuando cierro los ojos siento que soy una galaxia infinita girando lentamente en espiral, expandiéndose y contrayéndose al ritmo pausado de mi respiración.

Lo he sentido siempre.

Y también he visto siempre la hermosa galaxia tras la mirada de los demás.

Es uno de mis dones y también causa de algunos de mis sufrimientos.

Porque antes no sabía que las galaxias tienen estrellas y planetas increíbles, pero también meteoritos, nubes de gas y agujeros negros.

He sido absorbida tantas veces por agujeros negros ajenos, apedreada por meteoritos gigantes e intoxicada por sus gases …

Pero no me daba cuenta, distraída como estaba por el espectáculo de sus galaxias.

Sólo sentía que perdía la noción de infinito y me percibía como una miserable particulilla de polvo vagando sin gravedad en el vacío.

Y tardaba años luz en volver a mi dimensión original.

Pero cada vez que hacía ese proceso iba descubriendo dónde estaban mis propios agujeros negros, iba conociendo los gases que formaban las nubes y entendiendo las trayectorias de mis meteoritos…

Ahora puedo disfrutar del movimiento hipnótico de mi galaxia, pero también de las explosiones de mis supernovas y las batallas que suceden en algunos planetillas.

Puedo acercarme y alejarme de otras galaxias sin perder mi propio giro.

Ahora muchas personas vienen a mis terapias y cursos.

Y se sientan delante de mí como si fuesen una miserable particulilla de polvo vagando sin gravedad en el vacío.

Pero yo veo la danza infinita de su galaxia.

Y les digo “métete pa dentro” como me decía mi madre, aunque en otro sentido.

“Observa, contempla… Mira un poco más allá, si yo puedo verla, tú también”.

A veces les doy un telescopio o les señalo un planeta con siete lunas que no sabían que tenían.

Otras les muestro cómo estrellas dispersas configuran una constelación que les puede guiar cuando estén perdidos.

Este es mi trabajo ahora.

No conseguí trabajar para la Nasa, pero animo a descubrir galaxias cada día.

TORMENTAS DE VERANO

Una gota, dos gotas, tres gotas…
La vibración profunda de un trueno.
Las nubes oscuras que se acercan silenciosas desde las montañas.
El viento fresco que recorre la casa aliviando el sudor de este final de agosto.
Recojo la ropa tendida.
Enrollo el toldo de la terraza.
Me siento frente al ventanal.
El paisaje se ha transformado en apenas unos minutos recordándome las sensaciones de la pasada lluviosa primavera.
No sé cuánto durará la tormenta hoy.
Pero me dispongo a disfrutarla.
He aprendido a bailar con el agua bajo el foco de los rayos.
A no añorar el sol tarde lo que tarde en salir.
Este verano estructuras densas de pensamiento se han instalado en mi mente.
Estructuras antiguas con sabor a heridas infantiles.
Sólidas, penetrantes, pesadas, intensas…
Pensamientos enredados en ovillos interminables anudados a emociones punzantes.
No voy a luchar.
Una niña que no recibió lo que necesitaba bajo el disfraz de una mujer que ha perdido lo que creía necesitar.
No voy a luchar.
Dejo que suceda la tormenta.
Que me penetre, me sacuda, me empape hasta los huesos.
Yo no soy esta tormenta.
Sólo la observo.
Yo no soy esa niña.
Sólo la abrazo.
No soy la necesidad.
Sólo la experimento.
Hoy parece que la tormenta durará varias horas.
Pasará.
En algún momento pasará.
Pero no en este.
Ahora salgo a pasear por la vereda del río aprovechando el frescor de la tierra mojada.
Verano tormentoso.
Será el cambio climático.
Será.