Alma de samurai

El turismo tiene muchas ventajas: se cuidan los lugares valiosos, se facilitan los accesos de transporte, alojamiento, información… y se abarata todo de tal modo, que hoy día, viajar está al alcance de todos los bolsillos.
Gracias al turismo puedo yo hoy estar aquí.
Sin embargo, también es una plaga invasora que convierte las ciudades en escaparates cliché donde sólo importa el consumo.
Y en muchos casos esa plaga consumidora de comida, bebida, lugares, experiencias y sobretodo, fotos… hace que se pierda la atmósfera, la esencia de cada ciudad.
Cada uno tiene su propia forma de viajar.
La mía no suele ser la de seguir las guías y de hecho mi ruta es bastante atípica, pero es cierto que alguno de los lugares interesantes para mí, son, precisamente los más turísticos.
En esos casos intento abstraerme del gentío, si puedo, ir a mi bola.
Y si no puedo, trato de mezclarme con la plaga, trato de ser plaga y me hincho yo también de hacer fotos y poner cara de selfie.
¡¡Si hasta tengo un palo de esos!!
No me reconozco ni yo.
Pero es curioso que gracias a que mis ritmos son un poco distintos y llego a algunos sitios super tarde o a que no me molesta la lluvia… me los encuentro vacíos como pasó en Kamakura con el Buda o en Futarasan en Nikko…
Y puedo disfrutarlos casi en exclusiva… sentirlos, saborearlos… esos han sido , sin duda, momentos cumbres en los que, a pesar de la brevedad (siempre me tienen que echar) soy consciente del privilegio.
Pero lo que más me fascina y esa es mi forma preferida de viajar, es dejarme llevar por mis pies, imbuirme en la energía de la ciudad, desaparecer en ella…
Porque lo que me interesa no son sólo los lugares de postal… sino todo lo que forma parte del entorno.
Y me fijo en los trabajadores que fuman en la puerta trasera del restaurante, en la anciana que aparca su bici, en la niña con uniforme que vuelve sola a casa, en esa casa desvencijada que un día tuvo que ser hermosa, en el cartero que hace en moto su reparto, en la ropa tendida en la ventana…
Eso hice en Kanazawa y mis pies me llevaron directos al barrio samurai.
Que sería algo así como el Albaycín, pero en samurai.
Casas que conservan la estética feudal, pero en las que vive gente.
Estaba anocheciendo, pero lo maravilloso de Japón es esa sensación de seguridad que al menos a mí, me hace sentir como en casa.
Sabía que podía perderme sin miedo.
Caminaba poniendo mi atención en cada detalle, percibiendo el silencio de las calles casi desiertas.
Fue así como descubrí un precioso santuario.
Un vecino, un señor mayor, al ver mi cara de asombro, se dirigió a mí.
“Sumimasen, nihongo ga wakarimasen.” (Lo siento, no entiendo japonés).
“Temple.. temple. Go, go”.
Me invitó a entrar y me acompañó en mi paseo por el santuario.
En mi japonés de supervivencia pude presentarme, decir de dónde era, a qué me dedico…. (Yuka, mi profe estaría orgullosa de mí)
Pero poco más.
El hombre me hablaba y cuando nos dábamos cuenta de que no nos entendíamos, guardábamos silencio mientras observábamos los budas de piedra.
Me hubiera encantado entender más.
Pero quizás no hacía falta.
El lenguaje humano es más profundo que las palabras.
Y aquel atardecer sentada en un santuario al lado de un anciano japonés,fue sin duda, un momento especial.
En la preciosa Takayama, otra ciudad totalmente samurai también tuve la suerte de descubrir una ruta de templos increíbles que alucinantemente, ¡¡estaba desierta!!
Santuarios diseminados por unas montañas de bosques espesos.
Cada uno distinto.
Especial.
Siento como si de alguna manera mis pasos estuviesen siendo guiados por algo que no entiendo, pero que me lleva a lugares muy concretos y especiales.
Quién sabe si el alma de un samurai ha poseído mi cuerpo y está haciendo turismo a mi costa.
Yo me dejo, ¿eh?
Que nadie llame a un exorcista.
Que estoy encantada.
Sobretodo hoy en Kioto he flipado cuando mis pies me han llevado directa al Budo Center.
Me he hecho la guiri, con todo el respeto del mundo, por supuesto y me he colado en un entrenamiento de un arte marcial con espada.
Mi alma de samurai se ha emocionado.

FANTASÍAS ANIMADAS DE AYER Y HOY

Los viajes son como la vida, hay días en los que todo fluye con una sincronía en la que tú misma alucinas de lo bien que encaja todo.
Y días espesos, complicados donde la realidad se convierte en una masa pegajosa de la que no sabes cómo salir.
Esto ya lo sabía.
He viajado sola muchas veces.
Lo tengo más que asumido.
Y lo mejor es aceptar también estos momentos y disfrutarlos.
Porque normalmente los días espesos traen también los instantes más divertidos.
Es necesario poder reirse de una misma.
No conozco mejor antídoto para mantener a raya el orgullo.
La otra mañana me dirigía a la estación de mi barrio de Tokyo cruzando un santuario shintoísta que hay al lado del hostel.
Los días anteriores había conseguido ubicarme sin perderme y ya era capaz de enlazar metros, trenes y buses como si estuviera en una ginkana.
Caminaba más ancha que larga, orgullosa de mí misma y con una felicidad propia de un anuncio de compresas… ahí estaba yo, sintiéndome una superwoman-todo-poderosa-porque-yo-lo-valgo capaz de comerse el mundo.
Y de repente…
¡¡Plaff!!
Guarrazo de boca contra el suelo frente al santuario shintoísta.
Si es que la vida nos pone en nuestro sitio, rápidamente…
De hecho, viajar a lugares tan diferentes, especialmente cuando vas sola, te expone a situaciones de ridículo constante.
Sobretodo las mujeres occidentales. Creo que somos casi extraterrestres para los japo.
El día que viajaba a Kanazawa tomé un shinkasen, que es una pasada de tren de alta velocidad.
Los japoneses sólo hacen tres cosas en los trenes por este orden: dormir, mirar el móvil o comer.
Es muy habitual comprar un bento (bandejita de comida fresca de alta calidad) en la estación y comérselo en el tren.
Así que aprovechando que no había desayunado me compré mi bento de sushi y un cafelito.
De camino al asiento del shinkasen: yo, mi mochila grande, la mochilita pequeña, la riñonera, el bento, el cafelito caliente en vaso para llevar…. vamos, que si me ven los del circo del sol me contratan para el próximo número de malabares.
Llego a mi sitio… me toca en el asiento del medio de una fila de tres.
A mi derecha el japo de la ventanilla, durmiendo.
A la izquierda el japo del pasillo, con el móvil.
Y yo en medio.
Los dos parecen señores de negocios muy trajeados.
El japo de la ventanilla es el único en el vagón que tenía corridas las cortinas.
También es mala suerte, jolín… probablemente sea la única vez en mi vida que atraviese los alpes japoneses a trescientos y pico kilómetros por hora y ¡ me lo voy a perder!
Venga, no pasa nada. Vamos a comer.
Bajo la bandejita del asiento.
Y me dispongo a abrir mi bento.
Pongo en ello toda mi atención como si fuera la ceremonia del té ya que estos dos señores tan elegantes están muy cerca y además el de la izquierda me mira por el rabillo del ojo como si fuese de otra especie.
Venga, ánimo, que he sido titiritera, puedo hacer esto con palillos sin ningún problema.
Aunque desempaquetando el bento me siento como en un sketch de Mr Bean.
Llega el momento de abrir el sobrecito de la salsa de soja… a ver… a la primera no se abre… a la segunda…a la tercera… a ver esto como va… pruebo con los dientes… no se abre…. le doy vueltas a ver si encuentro una ranurilla…
En la bolsa de los palillos de comer veo un palillo de limpiarse los dientes… ¡ah! ¡qué buena idea! se lo clavo al sobrecillo con mucho cuidadito y…. ¡¡¡zas!!!
Chorro de salsa de soja volando por los aires.
El tiempo pasa a cámara lenta como en una peli de artes marciales.
Cara de horror del japo de la izquierda que ve peligrar su precioso e impoluto pantalón gris.
Momento de paro cardíaco para mí.
La bandeja del asiento llena de salsa de soja.
Afortunada y milagrosamente ni una de esas gotas cae en el pantalón gris e impoluto del japo.
Respiro por fin.
Bendigo a todos los budas del budismo y a todas las deidades shintoístas mientras limpio la bandeja con un kleenex.
Bfff… no sé qué habría hecho yo si le mancho el pantalón…. ¿el hara-kiri?
A veces me aprovecho de ser guiri para saltarme las normas.
Varias estaciones después veo que se queda libre un asiento de ventanilla.
Estoy segura de que los japo no se cambian de asiento porque están reservados.
Pero qué leches, quiero ver los alpes japoneses a trescientos y pico kilómetros por hora.
Me cambio.
Todos me miran raro.
Al cabo de un rato llega un revisor.
Algo no le cuadra.
Me pide el billete.
Se lo doy.
Nada le cuadra.
Puedo oir cómo le estallan varias neuronas al mismo tiempo.
Se lo explico en inglés.
Pone cara de desesperación.
Sonrío.
Me da por imposible.
Ok, ok, ok…
Se va y yo disfruto del apasionante espectáculo de montañas redonditas repletas de pinos, que son cruzadas de vez en cuando por ríos serpenteantes y cascadas.
Todo, hasta los pinos parecen seguir un patrón ordenado y preciso.
Parecen pintados en lienzo.
¡No me lo podía perder!

LOW BATTERY

No me alcanza el tiempo ni la energía para poder compartir todo lo que vivo.
Los días tienen tal intensidad de colores, texturas, sabores… que podría escribir un post por minuto.
Pero exprimir cada segundo me lleva al agotamiento cada día.
Me encantaría tener, al igual que para el móvil, un cargador externo para enchufarme un poquito y poder seguir y seguir…
He perdido la noción del tiempo.
Parece que llevo meses aquí y no hace ni una semana.
Tengo que preservar energìas porque aun están por llegar los platos fuertes del viaje. Y son fuertes, fuertes…
Ayer dejé Tokyo para hacer una ruta por los Alpes japoneses: Kanazawa, Shirakawa y Takayama…
Millones de sensaciones, pensamientos, vivencias y fotos por compartir…
Pero no me da tiempo.
Ayer caí redonda de sueño a las 10 de la noche.
Así que mientras busco huecos para escribir y poner fotos, os dejo estas tan zen en el jardín Kenrouken de Kanazawa, para que veáis que estoy en mi salsa.
Gracias por seguirme.
Me animáis a escribir y compartir.
Y lo necesito.
Porque cuando comparto proceso y asimilo.
Quizás por eso, soy profe.
Todo esto es demasiado extraordinario para quedármelo yo sola.
Gracias por los mensajitos.
Os llevo conmigo.

NIKKO Y MAITE

Nikko no estaba en mi ruta inicialmente. No sé por qué lo descarté.
El día en que lo decidí, a principios de marzo, fue el día en que te fuiste, Maite.
Pero al ver tu foto de perfil de facebook, reconocí inmediatamente el puente rojo de Shinkyo en Nikko, que era además, tu logotipo.
Lo interpreté como una señal: un evento tan inusual no podía pasar desapercibido.
Te encantaba ese puente y te preguntabas qué habría al otro lado.
Pues hoy estoy aquí por tí, Maite.
Tú me has traído.
He venido a ver a dónde lleva y a honrar tu memoria.
Pasé más de una hora observando el puente y te puedo asegurar que no hay cámara que pueda captar su belleza.
Y entendí que estabas allí: en el riachuelo que serpenteaba las rocas, en la pintura roja, en la bruma que lo sumergía en una atmósfera mágica, en los sonidos de las campanitas de cerámica que había al lado.
Allí te sentí. Y allí te lloré.
No lo había hecho antes. No sé si porque aún no me llegaba a creer que te hubieras ido o porque tenía que ser aquí hoy.
Tenía que ser.
Tenía que venir.
Pero también entendí algo. El puente no era lo importante. De hecho es un puente pequeño y sencillo, si no fuese por su color pasaría completamente desapercibido.
En realidad el puente es sólo un marco para la espectacular belleza de ese rincón del río.
Como si quien lo construyó, hubiese querido retratar ese lugar.
De modo que cuando lo observas te invade un sentimiento de fascinación contemplativa y crees que es por el puente… pero no… no es por él.
Quizás pase igual con las personas, lo que nos encanta de ellas no es tanto lo visible, lo evidente, lo que podemos ver y tocar, lo que muere…
Al otro lado del puente hay varios templos y santuarios y lo más impresionante: un bosque de cedros centenarios.
Es la energía del bosque la que convirtió a Nikko en uno de los centros del budismo.
Y es esa energía la que llevo hoy conmigo.
Los santuarios de Toshogu y Rennoji, son espectaculares. Sorprende que la ostentosidad de sus dorados no desentonen con el bosque…
Pero el que ha robado mi corazón es el de Futurasan. El más antiguo de todos, fundado para venerar el espíritu de la montaña.
Es simple y sencillo, tanto que no hay muchos turistas que suban hasta allí… el montón de piedras que conforma uno de los altares no queda tan bien en las fotos como los dorados de los otros templos.
Pero yo no me quería ir de allí.
De nuevo, como en Kamakura, me he quedado la última y me han tenido que echar.
Me he quedado allí sentada bajo un árbol.
Plantada.
Enamorada.
Fascinada.
Y todo gracias a tí Maite, querida amiga.
Gracias por tu último regalo.

EL ORDEN DEL CAOS

Pensamos que algo es caótico cuando no lo comprendemos, cuando se escapa a nuestros esquemas mentales. Como si la nuestra, fuera la única lógica posible.
Desde fuera Tokyo podría parecer caótico.
Pero no lo es.
Es extremadamente complejo, eso sí.
Y esa complejidad se articula en un flujo orgánico, una sinergia que parece conectar todas las cosas entre sí sin que se excluyan las unas a las otras.
Cuando comienzas a adentrarte, a sentir y a observar, puedes comprender esa estructura intrínseca que lo articula todo.
Y comienzas a formar parte.
A ser una más.
Y dejas de perderte.
Dejas de tropezar.
Dejas de ser un obstáculo al flujo.
Tokyo no podría ser de otra manera.
Me recuerda a un ser vivo. Un organismo en el que todo parece funcionar sin esfuerzo.
Un engranaje perfecto.
Estuve más de una hora cruzando una y otra vez el cruce se Shibuya en un trance hipnótico, revelador, fuera del tiempo…
Los sonidos estridentes de los anuncios, las voces en distintas lenguas, la luz cegadora, el zumbido de los motores de los coches y decenas de rostros por segundo…
Desaparecí.
Dejé de existir.
Me convertí en marea humana, en asfalto, en gota de lluvia, en imagen grabada, en sonido estridente…
En nadie.
En nada.
En todo.

ICHIGO ICHIE

La expresion japonesa ichigo ichie podría traducirse como “una vida, un encuentro”, “un único encuentro en la vida”.
Tiene que ver con la actitud de vivir las cosas como si fuese la única vez que van a pasar.
Ese es el lema del viaje desde que empecé a gestarlo: asumir que va a ser la única vez que voy a estar aquí y por tanto, tengo que aprovechar estos 31 días para ver y hacer todo lo que me gustaría.
Ha sido muy complicado elegir, ¡¡me ha llevado meses!! Es la primera vez que planeo tanto un viaje… antes iba más a mi aire y no me gustaba leer las guías ni ver las fotos de los sitios antes de ir… pero con Japón, eso no era posible.
Cuando me he topado hoy de frente con el gran Buda de Kamakura me ha impresionado tanto que hubiera deseado no haber visto mil fotos antes… si me lo llego a encontrar, así, de sopetón… creo que me habría quedado más petrificada que él.
Es una estatua de 13 metros de altura que originariamente estaba dentro de un templo, pero un tsunami lo arrasó y el buda, se quedo ahí… al descubierto y quizás es lo mejor que le pudo pasar porque su presencia es impactante.
Normalmente está lleno de turistas que no paran de hacerse fotos rompiendo la magia del lugar… pero por distintas circunstancias, llegué tarde, a pocos minutos antes de cerrar… podría haber vuelto a la mañana siguiente porque me alojaba en Kamakura… pero ¡¡ichigo ichie!!… me hice un poco la guiri… y pude disfrutar de 15 minutos casi a solas… sentada de frente… meditando con él… absorbida por su presencia… y, además convencí al guarda para que me hiciese una foto, ¡el pobre, seguro que me odió profundamente!, pero ichigo ichie.
Kamakura es una preciosa ciudad costera a una hora de Tokyo, cuna del budismo Rinzai.
Visité varios templos budistas donde pude meditar…aunque lo difícil en esos lugares sería no hacerlo. Los jardines, la belleza de las salas, la naturaleza que los envuelve, el silencio que lo impregna todo…
Monjes, que sepáis que lo vuestro no tiene mérito… allí está chupado … ¡¡yo enseño a meditar en mitad del Camino de Ronda!!¡¡Ea!!
Había sido un asfixiante día de calor húmedo, de ese que se te pega por todo el cuerpo y te deja sin ganas de nada, así que estaba agotada.
Bajé a la playa para cenar algo al anochecer… no pude evitar meter los pies en el agua, era la primera vez que pisaba el Pacífico.
Algunos surferos recogían ya sus tablas, la luna creciente empezaba a despuntar y el agua estaba sorprendentemente templada.
Ichigo ichie.
Un momento demasiado perfecto, ¡¡me tuve que bañar!!.

LOST IN TRANSLATION

El japonés tiene tres alfabetos: el kanji, el hiragana y el katakana.
Originariamente no tenían escritura así que de China, importaron el kanji. Pero el kanji no cubría su fonética, de modo que tuvieron que crear el hiragana. Y posteriormente, cuando empezaron a introducir palabras extranjeras (les faltaban fonemas) crearon el katakana.
Así que cuando ves una palabra, sólo por su tipo de alfabeto ya sabes si es de origen chino, japonés o de otra lengua.
Esto es muy simbólico de la cultura japonesa que suele integrar todas las cosas respetando su origen.
También pasó con el budismo, pero de eso hablamos otro día.
La cuestión es que a efectos prácticos mezclan los tres alfabetos… a mí me ha dado tiempo a reconocer el hiragana y el katakana, pero el kanji… ni lo intenté… hacen falta años para manejar los kanjis que sabe un niño de 8 años.
Así que mirar a tu alrededor y no entender nada es cuanto menos, curioso y divertido… aunque si lo que quieres es coger un tren… ¡¡puede llegar a ser un caos!!
Por lo que ya he asumido que me voy a equivocar un millón de veces…¡qué gran cura de humildad!
Y que tengo que pedir ayuda… sí o sí… ¡con lo que me cuesta!, ¡no me queda otra!… aunque a veces las indicaciones de los otros me confundan más.
Ayer, uno de los policías a los que pregunté (al final fueron tres) me decía:
“Migi, migi… left, left…”
¿”Migi” izquierda?
No, jolín… “migi” era derecha e “hidari”, izquierda… lo recuerdo bien, pero el poli este ya me ha dejado con la duda… en qué confío ¿en su inglés patatero o en mi japonés cogido con alfileres?
En otro momento habría confiado en mi instinto, pero por esta historia de dejarse ayudar, le hice caso al poli. ¡Y me volví a perder!
Sin embargo cuando Lourdes Green me dijo que tenía una amiga en Tokyo, supe enseguida que quedar con ella mi segundo dìa, sería un acierto.
Noriko Suzuki Kumakura vino a recogerme al hostel, me llevó de turismo (con visita en barco incluida), me invitó a comer, me presentó a su amiga Maho, me ayudó a localizar la mejor oficina para cambiar yenes, me habló de su ciudad y su lengua…. un verdadero lujo muestra de la generosidad y amabilidad japonesas… ¡esto sí que es dejarse ayudar con gusto!
Así que de estar perdida en Tokyo, pasé a navegar por la ciudad como una tokiota más…
Poco a poco todo empezaba a fluir: el yet lag se disipó, reparé la tarjeta sim de internet, organicé algunas reservas de tren y sólo me perdí una vez de vuelta al hostal (¡¡y sin google maps!!) …
¡Esto se pone interesante!